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El Telégrafo

Ni extractivismo ni fundamentalismo ambientalista

23 de agosto de 2013

No me creo llamado a opinar sobre la explotación petrolera en Yasuní, pues es un tema ligado a ribetes específicos que no conocemos bien quienes no habitamos permanentemente en  Ecuador.

Sin embargo, sí podemos aportar un tanto sobre los criterios a usar en la discusión que en cuanto a la contradicción entre extracción y ambientalismo se recorta a lo largo de todo el subcontinente, al menos desde  Ecuador hasta el sur de la República Argentina.

La extracción, tanto minera como petrolera, no era cuestionada hasta hace algunos años. Una concepción acrítica acerca del crecimiento económico y tecnológico llevaba a creer que era indisputable la necesidad de avanzar con la explotación, cualesquiera fueran las consecuencias ambientales de la misma, y sin atención a la gradualidad en el uso de recursos que no son renovables.

La conciencia ambientalista nos llegó desde Europa, allá por los años setenta, a nuestras clases medias ilustradas. Por cierto que existía desde hace siglos en los modos del Buen Vivir propios de los pueblos originarios del continente, modos que se revitalizaron y expresaron ante las nuevas circunstancias.

Se pasó de un extremo al otro, para ciertos grupos ambientalistas. De aceptar toda extracción, a no aceptar ninguna. De entender que el progreso tecnológico es automático y siempre bienhechor, a atacarlo globalmente y sin fisuras. Se instaló una noción de cuidado ambiental que es sana en sus principios, pero que suele no advertir que las necesidades económicas son importantes y que, si no se las atiende, se implican consecuencias notorias sobre los sectores sociales más pobres. La minería y el petróleo son decisivos en las economías latinoamericanas, por cierto que también singularmente en la de Ecuador. Un rechazo liso y llano a la explotación puede significar inconveniente económico para todos, lo cual suele afectar especialmente a aquellos que requieren el auxilio financiero activo por parte del Estado.

No existe un punto arquimédico de equilibrio; sin dudas que habrá tensiones (hoy instaladas en toda Latinoamérica en torno al tema), y que ellas son inevitables y -en cierto sentido- saludables. No podemos liquidar el ambiente como se hacía hasta hace algunos lustros; este mundo es el único que tenemos. Pero cuidado a la vez con el fundamentalismo ambientalista, al cual Borón ha dado el nombre -duro pero a la vez impactante- de pachamamismo: la problemática idea de que hay que volver a un mundo bucólico preindustrial y pastoril. Idea, por cierto, no respetada seriamente ni por quienes la plantean, ya que la agricultura y la ganadería también modifican el ambiente y la “contaminación cero” es un sueño imposible cuando se requiere del automóvil mecánico o de las cañerías de plomo para que nos llegue el agua a casa (esa agua que queremos salvaguardar de contaminación como la que podría producir la misma minería que extrae el plomo que nos la hace accesible).

Tendremos, entonces, que sostenernos en la polémica de cuánto es el beneficio económico y cuánto el perjuicio ambiental en cada caso, tener en cuenta a los diferentes actores (que nunca son solo los pobladores locales, pues el efecto económico es de carácter nacional, si bien esos pobladores pueden tener una voz calificada en el tema) y buscar soluciones lo más salomónicas que quepa. Jamás será fácil, pero al menos podría ser un adelanto salir -para los casos en que así sea- de la instalación en los dos polos extremos de esta tensión que recorre, sobre todo, el cordón cordillerano y andino de nuestra América.

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