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El Telégrafo

Ni dioses ni delincuentes

29 de enero de 2014

Uno de los sueños no cumplidos de mi madre fue que estudiara medicina. No sé por qué. Tal vez ella quiso serlo y las condiciones de su vida en el momento de la decisión no la ayudaron para conseguirlo. Ya nunca lo sabré.

Yo no le cumplí ese sueño porque, sencillamente, soy incapaz hasta de poner una inyección intramuscular a otro ser humano. La vida me llevó por otro camino. Sin embargo, conozco médicos y médicas que honran su profesión y otros que la deshonran, como en todo. Recuerdo un pediatra, por ejemplo, que cuando una madre primeriza le preguntó algo sobre los efectos secundarios de una medicina que había leído en el prospecto del fármaco recetado por el doctor, él le respondió con un áspero: “Si no va a confiar en mí, ¿para qué me trae a su niño?”.

Y con frecuencia, eso es lo que sucede: quien por una decisión vocacional se acerca a los misterios de la vida y la muerte o deja que el ego se le infle a niveles inconmensurables o aprende a tener humildad ante la grandeza de la naturaleza, sus secretos y el curso de la vida.

En un momento histórico y político como este, cuando se intenta reconstruir y mejorar las viejas estructuras de un país que durante la mayor parte de su vida republicana ha sido tierra de nadie, es lógico que existan desencuentros, discrepancias y una cierta resistencia al cambio, así como es lógico que las reformas siempre sean perfectibles. Sin embargo, resulta dolorosamente aleccionador observar cómo la fragilidad de todo ser humano se vuelve tan evidente en la manera cómo reacciona ante cualquier intento de cualquier cosa.

Nadie quiere regulaciones en lo que hace: que existan leyes para todo lo demás, menos para mi actividad. Que se castigue a todos los infractores o descuidados, menos a los de mi gremio. Todo el mundo se altera en cuanto se intenta poner una sanción a cualquier error. Es cierto que pueden existir leyes y regulaciones injustas y represivas, con las que se puede discrepar, pero eso de amotinarse cada vez que alguna cosa nos parece mal recuerda más a una guardería infantil que a un país organizado, o en camino de organizarse.

Los médicos, por definición, no son delincuentes, cabe pensar que lo hacen todo de buena fe. Tampoco son dioses, y en este sentido pueden equivocarse. Pero si son humanos conscientes, más allá de su conveniencia o de la rigurosidad de las leyes, siempre deberían hacer lo mejor que pueden para honrar su profesión, o sea, como ya se ha dicho: saber hacer bien su parte, que ya es bastante.

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