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El Telégrafo

Neruda en Isla Negra

21 de septiembre de 2012

El verano en Chile culminaba en febrero de 1964, con un tiempo aún espléndido, con sol radiante y diversiones  anheladas por los adolescentes. Yo, con mi juventud reciente a cuestas, dispuesto a iniciar una nueva vida, arribé a Valparaíso, el importante y pintoresco puerto del Pacífico; con sus cerros abigarrados de sustantividad y su gente noble y libre. El buque que me trasladó desde Guayaquil rendía  homenaje con el nombre al gran músico Donizetti y fue durante ocho días el bálsamo reconfortante y reparador de las angustias, miserias y sevicia que sufrí  en las prisiones de la Junta Militar, aquella que el presidente Carlos Julio Arosemena -derrocado por ella- llamó de los “cuatro coroneles de la traición”. En la rada  me esperaba mi familia y amigos, ávidos de conocer lo que sucedía en el Ecuador. Vivían el exilio desde agosto de 1963.

Acomodados más tarde en una destartalada furgoneta recorrimos  algunos lugares de la ciudad, para encaminarnos luego  por una carretera secundaria, opulenta de un polvo amarillento, con gigantescas alegorías de pinos enormes y un mar atormentado y fulgurante  de color turquesa. Pregunté curioso: ¿Dónde vamos? La respuesta unánime fue: A Isla Negra. Y heme aquí tras una isla que no es isla y tampoco negra, que es el lugar donde vive Pablo Neruda, “el  más grande poeta del siglo XX”, como lo estableció y reiteró el Nobel Gabriel García Márquez.

La llegada y reconocimiento de la casa, exenta de solemnidades, pero plena de magia y misterio, nos permitió conocer el mundo nerudiano, famoso en todo el mundo, sus colecciones: caracolas, mascarones de proa, mariposas, libros antiguos, copas y vasos preciosos casi únicos, pero por sobre todo el conocimiento de su  presencia sustancial. Su figura llenaba el espacio de la materialidad geométrica, mas la atmósfera espiritual estaba en  formalidad de su lógica literaria. Saludó a todos con parsimonia y afecto singular, a los previamente conocidos la pintora Alba Calderón de Gil, el escritor Pedro Jorge Vera, el ensayista Edmundo Rivadeneira, y luego a los recién llegados a su retina y su corazón, mis padres Franklin y Paulina, Neptalí Sancho, ex alcalde de Ambato, socialista de los buenos; y finalmente el que estas líneas suscribe. No pudieron llegar a la cita los dos Manuel, Medina y Araujo y lo lamentaron siempre.

De inmediato, invitados a la mesa por Pablo y Matilde “a una comida a la chilena” memorable: “locos” con mayonesa, pastel de choclo, porotos granados y un mousse de chocolate inolvidable, “regados” con vinos fundamentales, cuyo olor y sabor  casi vencen mi natural abstinencia. La tertulia ingeniosa y atrayente se prolongaba por horas, de pronto el vate se levantó de la cabecera, pensé que la visita terminaba y que estábamos irrespetando su siesta sagrada, pero no fue así, retornó a nosotros con un cartulina mediana, era la famosa tarjeta escrita a los dictadores pidiendo la liberación de nuestros presos políticos agobiados en las mazmorras del Panóptico. Reproducida en decenas de miles, su texto y dibujo se conocieron en muchos lugares del planeta y coadyuvaron a su libertad.

El 23 de septiembre de 1973, “alojado” en una casa amiga, escuché los pasos de un cortejo fúnebre, banderas desgastadas y seres humanos erguidos, aunque con  la pena infinita de los humildes, conducían los restos de quien, según el crítico Harold Bloom, era “uno de los 23 autores centrales de la literatura occidental de todos los tiempos”. Pablo Neruda, el mayor de los rapsodas, el hijo del ferroviario, de la maestra, había muerto, aquejado de fascismo.

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