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El Telégrafo

Mudanza de casa, renovación de sueños

25 de enero de 2012

Hace poco experimenté una mudanza inevitable. El cambio de vivienda involucra la suma de expectativas y la añoranza de los días transcurridos en la envoltura del tiempo. En la perspectiva de la casa modernizada se suman anhelos de vientos mejores. Detrás de esa acción corriente, se vislumbra el destino familiar; la construcción de afanes positivos plasmados a partir de la evidencia tangible de un techo propio.

El trasteo de los bienes muebles y enseres implica dejar atrás un sinnúmero de hechos y vivencias personales. Con la inmediatez que supone empacar, vamos desprendiéndonos de aquellos objetos guardados en el baúl de las querencias, en el cajón de los afectos. Obsequiamos utensilios repetidos en la estantería. Nos desprendemos de cosas baladíes, que, sin embargo, estuvieron retenidas en el velador de los secreteos nocturnos.

Esa momentánea alteración viviendística define un remozado instante en el núcleo del hogar, en donde se generan crecientes posibilidades de advertir un futuro con hálito de ilusiones conjuntas. Nos llevamos a aquellas paredes recién pintadas, a más de objetos materiales, una mezcla de rastro melancólico y, a la par, de actitud rebosante ante la inminente esperanza en la cimentación de mejores días.  

En aquel traspaso del espacio físico nos convertimos en diseñadores improvisados, en decoradores empíricos de los lugares que frecuentaremos con regularidad, agregando detalles que definirán esa necesaria identidad familiar. Las amistades y conocidos comparten esta minga por readecuar habitaciones, sitios de convivencia cotidiana, rincones de intimidad prolongada.

Particularmente, a la experiencia descrita debemos añadir que también trasladamos bajo el brazo aquellos libros que aguardan silenciosos en repisas variadas. Ese ritual de rescatar el orden bibliográfico devino en la relectura de textos, en la revisión de publicaciones aún sin ser hojeadas, en el reiterado compromiso por consumar la lectura inconclusa de un sinnúmero de obras. En el cuarto en donde alojamos nuestros libros adquiridos, obsequiados, proporcionados en préstamo, también acogemos una buena parte de nuestras vidas; esos fantasmas que se entrecruzan en las actividades frecuentes, entre el absurdo y la quimera.

El hombre se desangra ante su realidad, derrocha ideas para contrarrestar el fracaso. Sin embargo, no se detiene por un momento para visualizar su entorno inmediato, para valorar en alto grado el lugar de posada permanente, para provocar calor en el territorio habitable.

Renuevo mis sueños con los versos de Xavier Oquendo Troncoso: “La casa no avanza entre los dedos,/ se sale de los poros,/ bulle en su propia voz./ Es un tótem que respira./ Se mueve como geisha./ Me vislumbra desde el fondo./ Es un cúmulo de ojos,/ un cíclope gigante que acompaña./ Desprende la resaca de mis miedos./ Me contempla/ como león semidormido./ […] La casa es una ráfaga que grita./ Trato de agarrarle su costura y llora”.

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