Al definir la migración se la “conceptualiza” como un cambio o traslado de hábitat. El nuevo terruño en el que se reside o se labora durante un tiempo determinado pasa a ser el territorio de acogida y, desde el vértice de su permanencia en el nuevo entorno, puede ser temporal, estable y hasta definitivo. Nuestro planeta, desde que el homo sapiens apareció en él, es un sitio de emigraciones donde las situaciones de supervivencia exaltaron el desplazamiento de grupos humanos desde su lugar de origen hacia lo desconocido. Estamos ciertos que las emociones, dolores, peligros y angustias de estos audaces y milenarios antepasados nuestros, mediante mecanismos psicológicos atávicos, acompañan a los millones de migrantes por el orbe que hoy igual que antes buscan ser y permanecer en un mundo que aparece ajeno o secuestrado.
La población de estas tierras estuvo inmersa en ese proceso de desplazamiento. En la época preincásica las balsas de nuestros antecesores, manteños y huancavilcas, llegaron a las costas centroamericanas. Seguramente muchos quedaron en el camino. Los castigos impuestos por el invasor inca solventaron la migración forzada de pueblos originarios, la institución “mitimaes”, que consistía en la expulsión de sus tierras ancestrales a comunidades rebeldes -frente al usurpador- hacia otra jurisdicción del imperio. En el período colonial se establecieron éxodos internos, campo-ciudad, dada la necesidad de domésticos esclavos para las familias españolas y la nueva clase de los criollos, graduados en universidades europeas y semilla de la emancipación.
En la república, en la centuria del XIX, se produjeron tipos de traslados muy específicos así, los del exilio político: Rocafuerte, Alfaro y sus montoneros, y los generados por la acción comercial privada, con la residencia en París de los “gran cacao”, aquellos personajes un tanto pintorescos que volvían al país a cobrar los valores de la cosecha para gastarlos en saraos y garitos, alguno de ellos, los ilustrados, casaron en el Viejo Continente con descendientes de la nobleza, la célebre de estas uniones fue la de la Condesa del Reino de las dos Sicilias, emparentada con la dinastía Borbón, desposada con quien fuera vicepresidente del Ecuador Manuel Sotomayor y Luna.
El siglo XX sorprendió a la patria con dos hechos de relevancia histórica, el primero, la Revolución Liberal que logró, por lo menos, en el espíritu de la ley, cambiar la institucionalidad del Estado y abrió la posibilidad del desarrollo nacional; y el segundo, la definida afectación de las finanzas públicas por las crisis externas que causaron la debacle económica de las décadas del veinte y del treinta, con graves consecuencias políticas sociales, como la masacre del 15 de noviembre.
Los gérmenes de una inmigración heterogénea, masiva y estimulada a causa de la privación social y económica habían nacido y proliferado, el desangre de recursos humanos y la desintegración familiar solo sería cuestión de tiempo, y llegó en diferentes momentos históricos. Al principio, en 1966, el flujo migratorio se dirigió a EE.UU., que requería mano de obra, en pleno conflicto bélico en Vietnam. Después, en 1998, vendría la quiebra fraudulenta de la banca. La ola migratoria fue indetenible, dos millones de connacionales fueron expatriados de su suelo. La Revolución Ciudadana, en estos seis años, ha logrado sanar varias heridas en el cuerpo de la nación, una de ellas es el problema migratorio, ahora convertido en una política integral publica, que tiene sus propios organismos, como el flamante Viceministerio de Movilidad Humana.