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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Más preguntas que respuestas

21 de enero de 2015

La noticia saltó hace pocos días. Ocurrió en un barrio del sur de Quito: un joven de veintidós años asesinó a golpes a su abuelo, de setenta y cinco, con quien vivía. ¿El motivo? Según el mismo joven, el abuelo lo quería internar en un centro de rehabilitación para adicciones, y él, bajo los efectos de sustancias psicotrópicas, se defendió a golpes de la amenaza de ser internado, con  los resultados que la prensa no tardó en difundir por todos los medios a su alcance.

Doloroso suceso. Tragedia sin nombre. Sobre todo si se piensa en lo que es un abuelo, en esa vida que compartía con su nieto, y en su desesperación ante la enfermedad del muchacho que lo condujo a buscar una solución para un problema que en nuestro país está mucho más extendido de lo que se piensa.

¿Dónde está el origen de la adicción? Nos encanta buscar culpables, y seguramente los hay, a millares, pero también seguramente eso no sirve de mucho en el momento de encontrar lo que verdaderamente hace falta: soluciones.

Decimos las ‘malas compañías’. ¿Por qué se juntan los jóvenes en torno a las sustancias? ¿Para qué se congregan? Es cierto que la personalidad adictiva en consumo busca aliados para realizar sus consumos.

Pero también es cierto que tal vez en nuestro mundo desarticulado en todas las formas posibles esa sustancia sirve para dar lugar a una de las más grandes necesidades de los seres humanos como individuos y como especie: el sentido de pertenencia. Pues si bien es cierto que un joven puede influir en otro para que comience a consumir lo que llamamos ‘drogas’, también es cierto que el enganche en las sustancias no viene de las ‘malas compañías’, sino de la misma personalidad de quien sufre de adicción. O decimos los padres, o las madres (sobre todo estas últimas), pero tampoco es determinante esta culpabilización.

Nuestro mundo no es un lugar sano. Para nadie: no lo es para las familias, no lo es para los individuos, no lo es para las especies domésticas ni para las especies silvestres. Priman intereses que nada tienen que ver con la esencia del alma humana. Y es esa suma de desamparos lo que lleva a que personas se hagan de ciertos poderes espurios. ¿Son solución las clínicas? ¿Dónde comienza el hilo de este pavoroso ovillo? ¿Acaso no será mejor buscar en el corazón de cada uno y cada una para desenredar esa cadena que termina en que un nieto (al que todos calificaron de trabajador y buena persona) termine asesinando a quien solamente quería, tal vez equivocadamente, lo mejor para él?

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