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El Telégrafo

Más allá de la moralidad

29 de junio de 2012

Dentro de toda mi concepción liberal del Estado y mi cosmovisión social, el moralismo me puede con el aborto. Es una posición que transita desde la intransigencia espiritual y cristianocéntrica hasta las experiencias personales. Cuando se determina ponderar todos los derechos en juego no puedo dirimir a favor del derecho a la intimidad o el cuerpo.

Sigo creyendo en el derecho a la vida del nasciturus en la dicotomía abortista. Es una creencia que sobrepasará las conjunciones científicas, legales y laicistas. Es, en ese sentir, mi fe ciega.   

Pero mi realidad ideológica (que de todas maneras aprecia las particularidades) no es ajena a mi realidad social. Y en consecuencia con el resto de mi pensamiento, creo que la ley debe regular una realidad. Y nuestra realidad es trágica.

E inidentificable por su carácter de ilegal. Aun así se estima cerca de 125.000 abortos ilegales cada año. Esa es la realidad. Realidad sobrecogedora que puede más que una postura o un debate. Es una realidad que deja muertos, miles de muertos, penados o no por la ley.

Es una realidad que debe escapar de los altercados ideológicos y nuestra percepción ética. Y debe hacerlo porque mientras nosotros discutimos, ellas mueren. Podemos penarlo, sancionarlo, criticarlo y discriminarlo, pero ellas siguen muriendo. Nuestra realidad no cambiará a través de la reivindicación de leyes que no han atacado la realidad.

Debemos, nuestro buen vivir lo exige, combatir una realidad. Yo no creo en un Estado neutro, pero sí creo en la necesidad de un Estado diligente. Y diligencia significa efectivizar la protección de esas vidas que están en riesgo cada cuatro minutos. Una vez superada la realidad, una realidad que duele por la indiferencia con la que muchas veces es tratada, una vez que se garantice la vida de la mujer quien sufre esta realidad, rechazable para unos, parte de nuestros derechos para otros, entonces podremos inmiscuirnos en las minucias moralistas y legalistas.

El aborto es más que una estadística. Es más que un pecado o una discriminación. Es nuestra peligrosa realidad. Es una realidad que incomoda, es una realidad dolorosa. Es una realidad que continúa a pesar de la ley, a pesar de la institución, a pesar de nuestro moralismo y nuestra ideología. Un sumak kawsay que no puede consolidarse sin acoger una situación trágica y, lastimosamente, verdadera.

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