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El Telégrafo

María Eugenia Mosquera

23 de diciembre de 2011

Las alegrías y las tribulaciones  llevan finalmente a la conquista de la verdad   y de la vida. Este mundo, a veces sin tiempo y con espacios infinitos para la experiencia y las vivencias,  tiene momentos especiales. La trascendencia del espíritu ofrece también la posibilidad  del  último ritual de los seres humanos en la Tierra, la muerte.

Hoy cuando regresaba  de la capital a mi casa,  leyendo un periódico me enteré de la partida hacia lo ignoto de la maestra María Eugenia Mosquera, mujer fundamental  y colega, que abandonaba  para siempre  el  entorno terrenal, dejando el aula silenciosa, la familia inconsolable y a los amigos estupefactos,  que en  silencio hurgábamos en la memoria, evocando los momentos remotos y hasta  difusos  de otras épocas, de lustros engullidos por el paso del tiempo.

Cerrando los ojos, y en la penumbra de los párpados, aparecieron oscilantes, señalando rumbos, bifurcando recuerdos, en un ir y venir de hechos ya olvidados; la fecha del 13 de abril de 1963 apareció brillantemente  en mi mente. Cuando las circunstancias políticas  requerían  la presencia  de mujeres y hombres  de letras, en la búsqueda de un ciudadano con méritos suficientes  para que rigiera los caminos del Ecuador,  por la senda del progreso material y cultural  resumida en la frase señalada  por el ex presidente chileno Pedro Aguirre Cerda de que “gobernar es educar”, por primera vez la escuché en  un discurso. Allí,  en una Asamblea de la UNE -cuando esta era tal-, y siendo apenas un adolescente, sentí  lo importante de su argumentación, el  fraseo del buen decir  con  empleo impecable del idioma castellano.

Más tarde, cuando mi padre, el profesor Franklin Verduga Loor, fundara el primer Instituto de Educación Tecnológica  de nuestra patria,  que lleva su nombre, ella fue la vicerrectora eficaz y eficiente, sapiente e ilustrada, nombrada  a su retiro voluntario como “Rectora emérita” de  la  institución.

Luego, como  propietaria  de la Editorial Omega -su último hogar intelectual-, tuve el honor de que publicara mi
primera novela editada en Guayaquil, pero difundida en Chile, hace más de una  década.
En ese ciclo de su vida me consta su amor profundo  a la literatura y su gozo por sugerir modificaciones  en los textos presentados a su consideración; y cuando la sintaxis no correspondía  con el propósito del  escritor, creo que cumplía con lo señalado por Leyland: “Todo lo relatado tiene un espíritu  invisible distinto del autor”.

El alma de las historias escritas o contadas  son símbolos externos de la sustantividad y puede encontrarse en cualquier rincón del planeta, pero son pocos quienes  los  atesoran en sus corazones, este tema lo solventamos en nuestra última conversación,  hace pocos años, cuando le prometí hacerle llegar  el borrador del segundo tomo de “Tras la huella del hijo de las estrellas”, para analizarlo y comentarlo. Lamentablemente  no lo pude enviar,  nunca se pudo realizar  este objetivo mutuo. Pero ya lo haremos en la eternidad.

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