Las alegrías y las tribulaciones llevan finalmente a la conquista de la verdad y de la vida. Este mundo, a veces sin tiempo y con espacios infinitos para la experiencia y las vivencias, tiene momentos especiales. La trascendencia del espíritu ofrece también la posibilidad del último ritual de los seres humanos en la Tierra, la muerte.
Hoy cuando regresaba de la capital a mi casa, leyendo un periódico me enteré de la partida hacia lo ignoto de la maestra María Eugenia Mosquera, mujer fundamental y colega, que abandonaba para siempre el entorno terrenal, dejando el aula silenciosa, la familia inconsolable y a los amigos estupefactos, que en silencio hurgábamos en la memoria, evocando los momentos remotos y hasta difusos de otras épocas, de lustros engullidos por el paso del tiempo.
Cerrando los ojos, y en la penumbra de los párpados, aparecieron oscilantes, señalando rumbos, bifurcando recuerdos, en un ir y venir de hechos ya olvidados; la fecha del 13 de abril de 1963 apareció brillantemente en mi mente. Cuando las circunstancias políticas requerían la presencia de mujeres y hombres de letras, en la búsqueda de un ciudadano con méritos suficientes para que rigiera los caminos del Ecuador, por la senda del progreso material y cultural resumida en la frase señalada por el ex presidente chileno Pedro Aguirre Cerda de que “gobernar es educar”, por primera vez la escuché en un discurso. Allí, en una Asamblea de la UNE -cuando esta era tal-, y siendo apenas un adolescente, sentí lo importante de su argumentación, el fraseo del buen decir con empleo impecable del idioma castellano.
Más tarde, cuando mi padre, el profesor Franklin Verduga Loor, fundara el primer Instituto de Educación Tecnológica de nuestra patria, que lleva su nombre, ella fue la vicerrectora eficaz y eficiente, sapiente e ilustrada, nombrada a su retiro voluntario como “Rectora emérita” de la institución.
Luego, como propietaria de la Editorial Omega -su último hogar intelectual-, tuve el honor de que publicara mi
primera novela editada en Guayaquil, pero difundida en Chile, hace más de una década.
En ese ciclo de su vida me consta su amor profundo a la literatura y su gozo por sugerir modificaciones en los textos presentados a su consideración; y cuando la sintaxis no correspondía con el propósito del escritor, creo que cumplía con lo señalado por Leyland: “Todo lo relatado tiene un espíritu invisible distinto del autor”.
El alma de las historias escritas o contadas son símbolos externos de la sustantividad y puede encontrarse en cualquier rincón del planeta, pero son pocos quienes los atesoran en sus corazones, este tema lo solventamos en nuestra última conversación, hace pocos años, cuando le prometí hacerle llegar el borrador del segundo tomo de “Tras la huella del hijo de las estrellas”, para analizarlo y comentarlo. Lamentablemente no lo pude enviar, nunca se pudo realizar este objetivo mutuo. Pero ya lo haremos en la eternidad.