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El Telégrafo

Los revolucionarios (II)

08 de septiembre de 2013

En el anterior artículo decía: “Los revolucionarios no nos asumimos como tales si en cada  tarea no hacemos nada revolucionario; si reproducimos el capitalismo en sus esencias; si al oponernos a una medida gubernamental no  ofrecemos también una salida revolucionaria  que transforme la realidad en favor del Buen Vivir, etc. Por ahora todo se reduce a un debate opacado por la oposición al Gobierno y desde ahí no cabe una reflexión más consistente para definirnos como revolucionarios de verdad”.

Hay muchos revolucionarios que trabajan en silencio y hacen de su vida un anónimo esfuerzo para transformar pequeñas cosas en favor de toda la humanidad. Y en Ecuador esos revolucionarios están en diversos sectores y localidades sin necesidad de militar en un partido político o salir a las calles a “protestar” contra todo y todos.

¿Esa condición se reduce a una pose y a una foto? ¿La definen los manuales y programas de los llamados partidos de izquierda, propietarios de nombrar y descalificar a quienes no siguen su línea? ¿La marca viene de una franquicia casi religiosa que no implica ninguna discusión o crítica? ¿Los revolucionarios no son críticos de sí mismos?

A lo largo de varios artículos en este diario, el investigador y académico argentino Daniel Kersffeld ha dado cuenta de la historia del movimiento comunista ecuatoriano y, entre líneas, se observa cómo los revolucionarios que más aportaron las luchas y los cambios políticos no son necesariamente los más reconocidos y valorados por la izquierda plurinacional y maoísta de ahora.

Por eso ahora, cuando muchos se autoproclaman revolucionarios, vale la pena pensar cómo hemos configurado ese concepto en las nuevas generaciones, a veces desde clichés y no desde una reflexión crítica para, incluso, resignificarlo a favor de una valoración objetiva de lo que implica para estos tiempos.

Sobre todo hay que resignificarlo porque cuando gobiernos progresistas se instauran y ejercen el poder en el marco de un capitalismo aberrante, soportando una agresiva ofensiva ideológica y hasta económica, los autoproclamados  revolucionarios se oponen al “poder” de modo fácil. Y no entienden que, más allá de oponerse al “gobierno de turno” en su trabajo, ante todo debe estar presente construir poder popular, en el mejor y más profundo sentido del término. No vemos ese poder ni su construcción en la tarea de las organizaciones autodenominadas de izquierda que no sea la lucha corporativa, para atender demandas sectoriales y a veces en contra del resto de la ciudadanía.

Insisto: los revolucionarios no estamos para reproducir fórmulas que no cambiaron nada.

Debemos forjar un poder popular transformando -incluso- nuestras propias prácticas, hasta desarrollar potencialmente todas las capacidades sociales, colectivas e individuales para acabar con el capitalismo y construir un socialismo pleno.

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