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El Telégrafo

Los poderes fácticos: el conocimiento

31 de mayo de 2012

Además de la ley y la riqueza, la otra fuente del poder es el conocimiento. Este poder fáctico es tan antiguo como el de la riqueza. Era el poder de los chamanes y sacerdotes primitivos, que, al igual que los sacerdotes actuales, decían conocer los caminos de aproximación a Dios o a los dioses, y los secretos del más allá. Luego fue el poder de los alquimistas y nigromantes, adelantados de la ciencia experimental, que andaban en busca de la piedra filosofal.

Hoy es el poder de la ciencia y la técnica contemporáneas, que en menos de un siglo han revolucionado la existencia de las gentes, con descubrimientos médicos que han alargado la vida, con la invención de aparatos que han acortado distancias y facilitado la comunicación, o que han aliviado las tareas domésticas y aumentado nuestra calidad de vida. Pero el ansia de riqueza de unos y el ansia de poder de otros han distorsionado el conocimiento hasta el punto de convertirlo en una amenaza para la sociedad y en un mecanismo de dominación de unos países sobre otros.

La mayor parte de los recursos destinados a la investigación científica se orienta a fines militares o policiales. Otra buena parte se destina a investigaciones perversas, como la que produjo el sida, mediante la vinculación de un virus y una bacteria, o a la creación de plagas y pestes, destinadas a reducir la población mundial, que los poderes imperialistas consideran excesiva y amenazante para el Primer Mundo. También hay investigaciones ruines, cuyo fin es el aumento del consumo, tales como las destinadas a reducir la duración de las pilas, de los bombillos o de ciertos aparatos, o al cambio de programas tecnológicos, para volver obsoleta a la tecnología anterior.

Si el conocimiento en sí mismo es un poder, lo es más cuando se pone al servicio de la riqueza, en busca de controlar a la sociedad y domeñar al poder político elegido por esta. Y a eso se orienta el turbio maridaje de la riqueza con la ciencia y la cultura, expresado en el negocio de la educación superior, encaminado a crear una élite de dominación, o el perverso maridaje de la banca con las técnicas de comunicación masiva, expresada en los monopolios informáticos.

La perversidad del asunto está en la exposición masiva de publicidad embrutecedora, que busca sustituir a los ciudadanos, seres pensantes y críticos, por consumidores compulsivos, irreflexivos y acríticos. Pero también está en la manipulación de la información, que busca desprestigiar la dignidad nacional, el interés nacional y el poder nacional, para arruinar la autoestima del pueblo, someter al Gobierno a los dictámenes de los ricos y subsumir al país bajo el control de intereses transnacionales, aliados mayores de la oligarquía local.

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