En abril de 2017, con ceremonia de por medio, Correa entregaba al Presidente entrante tres libros que contenían información sobre los diez años de gobierno. De Gobierno, Presidencia y Sectorial estaban llenos de informes sobre inversiones y funciones burocráticas de los empleados, de datos sobre la residencia y seguridad presidenciales, y acerca del inefable Museo de Carondelet.
Mediante decreto ejecutivo se nombró a la joven Sandra Naranjo para que se encargara del “proceso de transición” y se había pensado en un proyecto de ley para que el traspaso de poder fuera un mecanismo institucionalizado para el futuro. “Lo que estamos presenciando hoy es algo inédito en la vida republicana de Ecuador. Muy pocos países de la región tienen algo así: una transición ordenada, organizada”, dijo Rafael Correa con el semblante de piedra en medio de las épicas notas de “Patria, tierra sagrada”. Habría deseado recibir algo así, dijo, y no “casi un desbarajuste, un espagueti”, como de lo que había sido víctima en 2006.
¿Qué albergan las mil páginas lujosamente impresas y encuadernadas? ¿Hablan de las decenas de funcionarios enjuiciados por casos de corrupción? ¿Se refieren a los millones de dólares que se llevaron los corruptos? ¿Transcriben las conversaciones de las cabezas de las altas funciones del país, hablando cual capos de la mafia? Y los cuadros estadísticos, ¿ilustran los casos de miles de niños abusados en las reformadas escuelas públicas?, ¿grafican a los profesores metiéndoles mano a niños inocentes encerrados entre cuatro paredes de las escuelas del milenio? ¿Qué cuento cuentan las mil páginas?
Correa se caracterizó por sus delirios de grandeza: inauguró la nación, creó leyes, fundó instituciones; no solo habló hasta la extenuación y la pérdida de saliva en las sabatinas, sino que él y su equipo de escribidores a sueldo gastaron litros de tinta y miles de pliegos de papel para crear las más grandes mentiras. Sí: nunca estuvimos preparados para recibir un país como el que nos dejó el correato. (O)