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El Telégrafo

Los incendios

20 de septiembre de 2012

Los incendios son parte de la vida cotidiana de toda sociedad y también de la nuestra. Junto con los terremotos, sequías, inundaciones, plagas y pestes, son esa parte de tragedia que hay en la historia humana. Por lo mismo, forman parte de la oscura, triste y lamentable cara de nuestra historia social, que debe ser recordada para que la sociedad busque modos de evitarla, refrenarla o mitigarla.

Hablando en términos históricos, la ciudad ecuatoriana más afectada por los incendios ha sido Guayaquil. Las viviendas construidas de madera, el calor ambiental y el descuido humano han contribuido a ello, con tanta fuerza que nuestro gran puerto ha sido arrasado en varias ocasiones por el embate de las llamas. Así, en la lejana época colonial, en un período de apenas medio siglo hay memoria de los incendios de 1589, 1632, 1634 y 1636, que afectaron a la ciudad.

La frecuencia con que la ciudad era atacada, una y otra vez, por el fuego, determinó que las autoridades coloniales dictaran desde el siglo XVI algunas ordenanzas contra incendios, en las que se establecían prohibiciones para ciertos usos y costumbres que implicaban riesgo. Así se dispuso que nadie tuviera lumbre encendida después del toque de queda; que no se prendiera fuego en la sabana próxima a la ciudad durante la época seca; que las casas estuvieran cubiertas con teja y no con paja o cadi, fácilmente combustibles; y que en cada casa hubiera siempre una provisión de doce botijas con agua, de alrededor de 25 litros cada una, “por el riesgo del fuego, para acudir a lo apagar cuando lo hubiere, lo que Dios no quiera”.

Pero los incendios siguieron produciéndose en los años posteriores, precisamente porque algunos habitantes del puerto hacían caso omiso de las normas dictadas para evitar este flagelo. Es más, esas llamaradas incluso destruyeron las copias originales de las mismas ordenanzas contra incendios, dictadas para Guayaquil por el Virrey del Perú, por lo que hubo que solicitar a Lima copias de las mismas.

En el futuro, las autoridades dictaron nuevas y más apremiantes normas contra incendios, como estas: que no se vendieran paja ni cadi para techos en la ciudad; que no se usaran cohetes ni buscapiés en las fiestas populares; que las velas o candiles fueran sustituidos por faroles, para evitar fácil contaminación; que hubiera celadores o rondines urbanos, encargados de otear las calles y casas para descubrir tempranamente los fuegos, etc.
Infelizmente, estas normas, como las anteriores, fueron desobedecidas por algunos habitantes, cuyo descuido terminó perjudicando reiteradamente a toda la urbe.

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