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El Telégrafo

Los hechos y las circunstancias de Guayaquil

31 de mayo de 2013

El filósofo español Ortega y Gasset estableció un concepto fundamental de la vida en sociedad  “el hombre y su circunstancia”, como una manifestación del ordenamiento secuencial y lógico  de la coexistencia de los seres humanos entre sí  y con su entorno.

La confusión, a veces constante en las situaciones y en los ciudadanos, suele generar criterios inadecuados, en referencia a la conducta social y al modelo de desarrollo deseable para  quienes habitan una ciudad y, por ende,  la mejor ruta a seguir para su bienestar y el de su familia, a veces sin certeza real de lo que se busca. No obstante, lo que jamás debe desaparecer en nosotros, en forma decidida, es la propia estrategia vivencial, la línea ética y social, que implica asumir las responsabilidades, no solo de ser y tener, también de  pertenecer y de aprender, y por siempre luchar por los derechos conculcados y la necesidad sentida al buen vivir y el progreso.

Y esto es válido para quienes regentan una ciudad, y para sus moradores, en su interacción de obligaciones mutuas, lo que conlleva obviamente a no malgastar recursos ni energías frente a obras citadinas, que se realizan a destiempo y con demoras inexplicables y, aunque necesarias, constituyen graves molestias para la salud y la tranquilidad de los más débiles. Y desde luego no se puede aceptar que estas acciones malsanas contra la población puedan significar que los contribuyentes incumplan sus compromisos con el Cabildo cantonal, pero tampoco el conglomerado social debe aceptar el viejo principio liberal de “dejar hacer y dejar pasar”. El usual “derecho al pataleo”, de quienes somos habitantes desde hace décadas de pocos rincones  de la ciudad, debe mostrarse y hacerse sentir con la protesta popular, respetuosa pero altiva.

La urbe porteña, en su centro tradicional y algunas de sus ciudadelas, durante el año pasado y lo que va del presente 2013, se encuentra realmente maltrecha. Lo que queda del trazado de alguna de sus calles, en el día, es  una invitación a una caída estrepitosa y en las noches a una aventura de proporciones: montículos de dos o más metros surgen y permanecen en las veredas, huecos de igual tamaño semejan cavernas submarinas, los postes del alumbrado público, sostenidos por cañas, solventan la “eficacia” de la ejecución de las tareas realizadas, la avenida Panamá y sus pertinentes transversales de Padre Aguirre y Tomás Martínez se convirtieron en zona de guerra, donde trincheras profundas compiten con máquinas y vehículos de todo calibre, la atmósfera  se vuelve irrespirable y el tránsito es un vía crucis  recurrente haciendo exigente el éxodo  de familias y la baja importante en sus ventas de pequeños comerciantes.

El avance urbanístico -con el que todos estamos de acuerdo- debe ser apoyado, incentivado por la ciudadanía, con las acciones debidas: el pago de los tributos y el respeto a las ordenanzas municipales, pero renegaríamos de nuestros derechos constitucionales y al espacio que nos brinda nuestro ordenamiento jurídico de personas soberanas con nuestro íntimo destino, si nos allanamos a todas aquellas opciones que algunos iluminados -y otros con pocas luces- quieren marcarnos en nuestro convivir cotidiano, como está sucediendo en estos lugares que señalo, ya cerca de un año. La trampa verbal de las inmobiliarias o la inercia burocrática, y menos el lucro de las empresas constructoras, no puede ser  la brújula existencial de Guayaquil  y de sus gentes, que quieren una metrópoli bella y acogedora, que brinde comodidad, pero por sobre todo dignidad.

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