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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Lo personal en la Revolución Ciudadana

07 de octubre de 2014

“Lo personal es político” insistían con vehemencia las feministas del 68 europeo. No podían tener más razón. Las conductas personales son marcadas intrínsecamente por un sello que refleja límpidamente sesgos ideológicos muy bien definidos. Los patrones del machismo, para ahondar en el caso en el cual el lema emergió, no necesitan aflorar en vistosas declaraciones en contra de los derechos de las mujeres: ellos ya son visibles y palpables desde las más sutiles insinuaciones no verbales que replican esquemas de dominación y de repartición de los roles entre hombres y mujeres.

La consigna se extiende a otras circunstancias. Una de las más interesantes tiene que ver con los efectos del poder sobre aquellos que atraviesan sus seductores arcos. No es mi intención esbozar aquel argumento -un poco ingenuo, un poco vil- por el cual habría que rehusar el poder: cambiar la sociedad pasa inevitablemente por sus centros neurálgicos, por la ‘toma del palacio’ y cada abdicación en ese sentido está destinada a la irrelevancia. Eso no quita que la actitud con la cual se cruza la frontera entre el activismo y el poder tenga repercusiones cruciales sobre el sentido político que orientara inicialmente esa marcha.

Mi preocupación no es meramente teórica: se basa más bien sobre algunas degeneraciones difusas dentro de la Revolución Ciudadana que he podido observar de cerca en el pasado y sobre cuya perduración me siguen llegando voces alarmantes. La polémica no es vana: si se profesan ideales de emancipación, justicia e igualdad, lo más consecuente sería hacer de ellos una brújula no solamente para la acción política macro, sino también para la acción personal, que -como vimos- es política par excellence.

Sin embargo, demasiado fácilmente el poder ofusca mentes lúcidas, amortigua convencimientos enraizados, desvirtúa compromisos de una vida. Es así que no es una raridad tropezarse con ministros que una vez peleaban desde la militancia por un mundo mejor y que ahora, en cambio, crean climas de trabajo terroríficos o cierran discusiones aprovechándose del estatus conferido por su cargo, subsecretarios gritones, intolerantes o excesivamente galanes, dirigentes prepotentes que se imponen y maltratan sin derecho alguno. Sin contar todos aquellos cuyos egos se han hinchado desmedidamente en estos últimos años, poniéndolos años luz lejos de donde se suponen que llegaran: ¿serían capaces de dejarlo todo y volver a marchar en las calles? ¿Serían capaces de renunciar a sus carros de escolta, a su sueldo, a sus viajes, a su prestigio institucional?

Todo esto es, en cierta medida, inevitable. Ceder a las tentaciones que ofrece el poder, probablemente, radica en la naturaleza humana y hay que reconocer que buena parte del Gobierno se mantiene aún recalcitrante a estos afanes. Sin embargo, se trata de un serio problema para un movimiento que reivindica una filiación popular. Un problema político, sin embargo, no personal, ya que las actitudes descritas contribuyen en delinear una significación diferente de la que se quiere imprimir con las buenas palabras.

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