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El Telégrafo

Legalidad y legitimidad electoral

26 de octubre de 2012

La Carta fundamental del Ecuador, que redactó la Asamblea Constituyente en Ciudad Alfaro, aprobada abrumadoramente por el conglomerado nacional, el 28 de septiembre del año 2008, estableció en su artículo 217 a la Función Electoral como uno de los cinco poderes del Estado, entregándole para el desempeño de sus deberes facultades, como las de “Garantizar el ejercicio de los derechos políticos que se expresan a través del sufragio, así como los referentes a la organización política de la ciudadanía”.

Ambos enunciados constitucionales sustentan no solo la certeza de asegurar  la pureza de los votaciones, sean estos locales, seccionales y nacionales, también solventan  instancias muy importantes de renovación generacional  al interior de las agrupaciones partidistas, actividades inexistentes en el viejo país y que constituyeron en el pasado   una mañosa lógica del sistema de los partidos para la perpetuación de algunas dirigencias políticas, las mismas que se debatían -y aún lo hacen- entre la corrupción y la ineptitud, las ambiciones espurias y los intereses familiares y de grupo.

La ciudadanía fue muchas veces lesionada, engañada y sacrificada en su derecho al voto y en la garantía de respeto a la legislación electoral y a los resultados. Recordemos, por ejemplo, los comicios del año 1956 cuando Raúl Clemente Huerta fue derrotado por su opositor derechista en un proceso plagado de irregularidades, donde se aseveró por gran parte del electorado el cometimiento de un fraude monstruoso y vergonzoso, con la complicidad de algunos miembros del Tribunal Supremo Electoral de esos tiempos.

En el presente, la República  fue sacudida por el escándalo de la adulteración de firmas y de las falsas adhesiones a formaciones y movimientos electoralistas, que impresiona, no solo porque por primera vez la autoridad electoral  ha desenmascarado esta forma viciosa de participación, donde unos estaban más preocupados por la cristalización de la perspectiva de réditos económicos que suponen los privilegios de algún tipo de poder, y otros, obnubilados por pasiones y pecados inconfesables, no vacilaron en cruzar la angosta línea de lo ilícito para intentar conseguir sus proditorios fines.

El actual CNE, nacido de la aplicación de la Constitución de Montecristi, enfrentó la problemática de la suplantación de identidades, cometida por partidos y grupos políticos de vieja y nueva data. Con especial eficacia y eficiencia, cumpliendo con rigurosidad su deber constitucional, ha permitido que no quede en la impunidad este atentado a la fe pública cometido contra miles de compatriotas.

Pero además, y por sobre todo, su accionar de defensa de la transparencia democrática, y la ética que va más  allá de la coyuntura ideológica, genera una obligación para aquellos, los sujetos que aspiran a realizar actividad electoral de aquí hacia al futuro. 

Nadie podrá y con descaro violar la ley, y quienes lo hagan recibirán la sanción que amerite su falta. Considero que  todavía es temprano para realizar -por politólogos y analistas, tanto nacionales como extranjeros realmente probos- la evaluación profunda completa y comparada de este proceso único e inédito en el mundo.

La comprobación de filiaciones de millones de ciudadanos con la participación de grafólogos y especialistas, con sustentos tecnológicos indiscutidos, que mereció la aceptación y conformidad de los más recalcitrantes opositores de la Revolución Ciudadana, tiene una connotación de alta significación moral y técnica, que amerita ponderaciones  justas, que con detenimiento posibiliten el estudio de esta experiencia sustancial, para que las conclusiones relevantes que se obtengan sirvan a otras latitudes de nuestro continente.

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