En la mayoría de países de la Unión Europea, el aborto está permitido y los Estados han preparado su infraestructura para que las mujeres puedan someterse a él bajo condiciones de seguridad que garanticen su vida. La legislación está amparada en los Derechos Humanos que otorgan a las mujeres “autonomía física y sanitaria”.
Factores ante los que se inclinan la mayoría de naciones para garantizar a las mujeres el acceso al aborto son la violación y el incesto, y otro de los casos contemplados en las leyes es el de la edad de la embarazada: si tiene menos de dieciséis años en unos casos o menos de catorce en otros, se prescribe el aborto, pues es evidente la inmadurez fisiológica y emocional en todos los sentidos.
En el Ecuador confluyen los peores escenarios: una de cada cuatro mujeres reporta haber sufrido violencia sexual en algún momento de su vida y se incrementa el número de embarazadas muy jóvenes. La investigación “Vidas robadas: entre la omisión y la premeditación”, que tiene como una de sus autoras a la doctora Virginia Gómez de la Torre informa que el índice de embarazos en chicas de entre diez y catorce años se incrementó entre 2002 y 2010 en casi un 80%: niñas privadas de todo derecho y con nula información sobre sexualidad, han debido ser madres, varias de ellas violadas por familiares directos.
Obligar a estas violadas a poner la maternidad y sus durísimas obligaciones en el centro de sus vidas es perpetuarlas al sometimiento, dice una psicóloga clínica: ¿por qué debería tener instinto maternal una niña violada? ¿cómo juzga la sociedad al que engendra hijos en un vientre infantil?
La violencia contra las niñas es todavía parte del espantoso folklore latinoamericano. ¿No leíamos fascinadas Cien años de Soledad, donde los viejos machos esperaban la primera menstruación de las niñas con quienes querían acostarse? ¿No morían ellas con gemelos atravesados en el vientre? ¿Realismo mágico o realismo horroroso que se perpetúa con los años? (O)