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El Telégrafo

La subjetividad política del cuerpo

27 de octubre de 2013

En esta larga evolución humana, una de las principales víctimas ha sido el cuerpo. Y ha sido victimario a la vez. De varios modos usamos el cuerpo para nuestro propio goce; a él lo rechazamos también por lo que no es o por lo que dejó de ser. Y resentimos del cuerpo cuando de por medio ha existido violencia (propia y ajena).

A ello se suma el rol de cada cuerpo en función del género que ejerce. Y para más: si ese rol también se ocupa de recibir y dar placer, gozar o sufrir, si es hombre o mujer, hetero u homosexual.

Cuando esos cuerpos entran en la discusión o por lo menos de la reflexión política, indudablemente que la subjetividad adquiere distintos modos de expresión y de connotación que se concretan en leyes, acuerdos, normas, jurisprudencia en general. Mucho de eso ha hablado Michel Foucault y de sus escritos han derivado un sinnúmero de discusiones. Y en Ecuador el cuerpo, en la discusión política (con toda la carga de subjetividad), no ha ocupado un lugar preponderante para entenderlo como una propuesta de transformación de la realidad. Más allá de las discusiones propias de género, no hay un abordaje que nos obligue a mirarlo como ese objeto multifacético y simbólico.

Cuando se construye un código penal o una normativa para sancionar los excesos y las violencias que contra el cuerpo ejercen otros cuerpos las subjetividades actúan de modo extraño y bajo la misma norma u horma, generalmente suscitada desde los preceptos religiosos, sin conectar o por lo menos abordar con todo lo que ya se ha desarrollado en la sociedad y en las conciencias. Nadie puede absolutizar, de ninguna de las partes, que todo está dicho de aquí a la eternidad.

Por mencionar algo: el acoso (de todo tipo) ahora provoca un conjunto de debates y ahí no caben religiosidades y mucho menos principios legales que provoquen la reacción extrema de cualquiera de las partes. Claro, por mucho tiempo parecía normal el acoso escolar o el acoso machista. Por el contrario, la muerte de un cuerpo por mala práctica médica no desata ninguna religiosidad sino unas prevenciones de quienes juraron salvar vidas. Por siglos el médico nunca tenía la culpa y el paciente era eso: un ser pasivo ante la ciencia y sus cirujanos.

En cambio, el aborto de un cuerpo, no constituido plenamente como tal y tampoco asumido ya como un ser con todos los sentidos de la vida, mucho más si es producto de una violación, sí concita múltiples posturas religiosas para complejizar todo tipo de análisis y hasta discusiones del significado de esa medida y su castigo, como es el caso que ahora se plantea en el nuevo Código Integral Penal.

¿Nos hace falta mucho más debate, sin tanto prejuicio y religiosidades, para entender al cuerpo como víctima y victimario, como objeto y sujeto de placer, como espacio y tiempo soberanos? Quizá hay poca reflexión mediática desprejuiciada para sostener, incluso, aquellas posturas religiosas para que se vean como tal y no como institucionales.

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