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El Telégrafo
Fernando Alvarado Espinel

La ridiculez de lo absurdo

21 de febrero de 2015

Sebastián Vallejo, desde su engreimiento y acostumbrado esnobismo, con un intento de delicada ‘intelectualidad’ nos quiere hablar desde su ridiculez existencial, de mundos paralelos, según él, solo existentes en algoritmos y recreados en nuestras tontas mentes. Para el pobre articulista de EL TELÉGRAFO, en su texto ‘Los límites de la ridiculez’; la cobarde clandestinidad en las redes sociales utilizada para insultar de manera procaz a funcionarios públicos, a sus familias y proferir amenazas contra la vida son solo un “anonimato liberador”, parte del “ethos digital”.

Según este ‘brillante’ pensador, rechazar y denunciar estas prácticas constituye una “profunda intolerancia a la crítica que tiene el poder”. Típica postura del tibio que saca su letrerito de tolerante y critica lo que a él no le ocurre, y desde su consultorio, refiriéndose a los insultos en redes sociales, diagnostica: “caer en el juego de esa realidad creada a medida es de tontos”, ¡qué inteligente que ha sido este pensador! Y para colmo, derrotado en pensamiento, sentencia: “Es una batalla que no (se) debe ganar”, con esta frase, según él, hay que dejar fluir los insultos y las amenazas, que como están en un mundo de guarismos no nos deben afectar. Se  olvida de que detrás de cada texto infamante hay una persona cruel, enferma y desadaptada; aceptar eso como normal y plantear que es mejor obviarlo es el pensamiento de un ridículo escritor de columnas que solo considera la dignidad, la honra y la vida de un ser humano como algo efímero e inmaterial; pedir que este tipo de personas, como Vallejo, entienda lo contrario, es intentar detener la arena entre las manos.

Dicho esto, cuando se trata de críticas versus insultos, ¿en cuál de ellos existe injuria y amenaza? La primera, cuando está bien intencionada, es sana y necesaria para fomentar el debate en una sociedad democrática. Insulto, injuria y amenaza representan todo lo contrario: atentan contra los principios democráticos de cualquier sociedad. Es claro que Vallejo defiende a toda costa un libertinaje que se ampara en el anonimato y no tiene justificación alguna, reivindicando algo que, a cualquiera, en su sano juicio, le provocaría indignación: considera que estos ‘cucos’ son aparentemente inofensivos. Definitivamente, en esa forma de expresión, hay ridiculez sin límites, y se llega al absurdo.

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