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El Telégrafo

La revolución de Esmeraldas (3)

31 de octubre de 2013

Cien años después de esa revolución, es necesario ir más allá de la simple crónica de los hechos y de la interpretación tradicional de aquel largo y sangriento conflicto.

La historia tradicional nos habla de una epopeya provincial, en la que toda la sociedad esmeraldeña habría luchado unitariamente contra el poder central, bajo el liderazgo del coronel Carlos Concha. Pero la memoria social, recogida en gran medida por la literatura esmeraldeña, revela que el pueblo campesino actuó con su propia meta, que era la lucha contra el concertaje.

Hay que precisar que los hermanos Vargas Torres y Concha Torres figuraban entre los terratenientes de su provincia y habían actuado tradicionalmente como los líderes políticos de ella. Eran liberales de hueso colorado y leales alfaristas, que iniciaron esa última guerra con ánimo de vengar la muerte de Alfaro y sus tenientes. Incluso, hay pruebas de que buscaban evitar con su lucha la entrega de las islas Galápagos a los Estados Unidos, como pretendía Leonidas Plaza.

Pero esos hechos políticos no pueden ocultar la realidad social que subyacía en Esmeraldas, donde reinaba el concertaje con toda su crueldad. Tampoco podemos olvidar que, ya desde la Revolución del 95, muchos pobres de Costa y Sierra actuaron con el anhelo de liberarse del concertaje, ese brutal sistema de explotación a los trabajadores que campeaba en el país. El mismo Alfaro denunció en 1896:

“Tenemos en las provincias del Litoral una clase de gente campesina, conocida con el nombre de peones conciertos; esclavos disimulados, cuya desgraciada condición entraña una amenaza para la tranquilidad pública, el día que un nuevo Espartaco se pusiera a la cabeza de ellos para reivindicar su libertad.

En el curso de la campaña del año anterior, recibí muchas insinuaciones de soldados que eran peones, en el sentido que esperaban de mí un decreto que los redimiera de su condición de esclavos”.

No hay que extrañarse, pues, de que la guerra de Esmeraldas fuera también, para el pueblo combatiente, una lucha contra el concertaje, entre otras razones porque los afrodescendientes que antes fueran oficiales del ejército alfarista habían asimilado las ideas del liberalismo radical, que proponía la eliminación del peonaje servil y la repartición de tierras.

En ese marco, las brutales acciones de las fuerzas del placismo (asesinatos, torturas, violaciones y saqueos) fueron respondidas con similar furor por parte de los conchistas. Con razón se dice que las peores guerras son las llamadas “civiles”, porque en ellas no se toman prisioneros ni se respeta el derecho de gentes.

Un hecho a destacar es el carácter social que alcanzó el conflicto cuando los rebeldes saquearon haciendas e incautaron el ganado de los terratenientes enemigos, como Luis Tello y su padre homónimo, Federico Estupiñán, Carlos Paredes, Felipe Calderón, Arístides Becerra, Leonardo y José Palacios; asaltaron casas de ricos opositores, como Buenaventura Reyes, y apresaron, flagelaron o ajusticiaron a propietarios sospechosos de colaborar con Plaza.

Eso convirtió a la guerra civil en una creciente guerra social, de proletarios contra propietarios. Y según las acusaciones oficiales, en todas esas acciones tuvo papel protagónico el mayor Federico Lastra, el jefe militar más ligado a las masas campesinas y al pueblo negro.

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