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El Telégrafo

La reforma universitaria

08 de abril de 2013

Las transformaciones que vive el país exigen que la educación se convierta en un eje nuclear del cambio de modelo de organización nacional. Si se busca una sociedad diferente es necesario un giro en el modelo de educación tradicional, el cual, históricamente, más que una posibilidad de liberación, ha sido el mecanismo de sujeción social a un conjunto de élites adueñadas del país que buscaron y aún buscan los mecanismos de reproducción de sus creencias, valores, ideales, con los cuales los sectores dominados han hecho de sus aspiraciones una imitación de las aspiraciones elitistas.

Cambiar y transformar la educación es modificar patrones de conocimiento, de comportamiento muy arraigados, los cuales cimentan una sociedad plagada de formas raciales y diferenciación negativa.

La educación superior hace décadas que adolece de graves problemas estructurales y que no son fáciles de solucionar.

Estas dificultades se agravaron en la última década por los efectos de un neoliberalismo que se reprodujo en los ámbitos del mundo universitario público como privado. Basta recordar cuando se decía casi sin tapujos que el estudiante era un “cliente” y que debía recibir un trato como tal.

O como la universidad pública se hiperburocratizó y privatizó en algunos sectores de su organización y eso bajo la administración de grupos que se autodenominaban revolucionarios, pero atrapados en su propio dogmatismo. Sabemos que no se debe generalizar, pero sí hay que decir que el descalabro de la universidad pública implicó el gran negociado de algunas universidades privadas que no se estructuraron como centros del conocimiento y pensamiento crítico, sino en empresas familiares o de accionistas que lucraron hasta la saciedad; muchas de esas desaparecieron, pero aún algunas buscan sobrevivir bajo la lógica más mercantil.

Vale conversar con docentes que vivieron corriendo de una universidad a otra para redondear el sueldo o que cientos tuvieron que soportar la inmovilidad interna al no contarse con un escalafón docente o que a otros cientos, llegadas las vacaciones, no se les pagara las mismas, etc. Pero por el otro lado, también docentes que eran profesores principales a tiempo completo en dos universidades, que ejercían de caciques de materias y que nunca se preocuparon de incentivar en sus alumnos el deseo de hacer un carrera como profesores.

La falta de previsión, intencional o no, provocó que el interés por ser profesor universitario esté a merced de la buena voluntad de alguien que les dé una oportunidad, los recomiende o los tome como sus pupilos, adeptos, seguidores, discípulos, etc. Es decir, que desde el propio mundo docente existió escasa solidaridad como cuerpo colegiado.

A fines de los noventa ya se hacía crítica despectiva contra quienes cursaban maestrías o doctorados. Muchos juzgaban que no requerían educación de postgrado porque les bastaba su experticia… Sin duda, hay que mejorar el diálogo entre las partes, pero sin pretender olvidar a los responsables de la crisis universitaria.

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