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El Telégrafo

La reacción esencialista

05 de febrero de 2013

Una interesante disputa ha emergido entre la ONG Survival International y el intelectual norteamericano Jared Diamond, en torno a algunas aseveraciones del académico en su último libro. La ONG, dedicada a la protección de los “pueblos  tribales”, está horrorizada con la afirmación del autor de que la guerra en “sociedades tradicionales” tiende a ser crónica, y que “el porcentaje de la población que enfrenta una muerte violenta año tras año, y promediado sobre un período largo de alternancia entre períodos de guerra y paz, es, significativamente más alto en sociedades tribales que en sociedades con Estados”, donde la misma presencia del Estado permite la creación de instituciones dedicadas a la guerra, pero también a la paz.

La discusión es fascinante, sobre todo porque Diamond, quizás criticable en varios aspectos, no suele ser percibido como un enemigo de los pueblos “tribales”. De hecho, su último libro rescata las prácticas de varios pueblos como ejemplos a seguir para evitar que nuestra especie cometa errores que le puedan llevar al fracaso biológico.

Diamond, en realidad, se demarca de los que consideran a los pueblos tribales como “bárbaros brutales y primitivos”, y los que los adulan como “buenos salvajes (…) que viven en armonía con la naturaleza, y admirables comparados con nosotros, quienes somos las verdaderas bestias”.

El pensamiento neo-rousseauniano de Survival International, y de tantas otras ONG, es evidentemente una compensación –producto de un histórico sentimiento de culpa occidental– por la gran depredación de las sociedades industrializadas. Pero, para quienes nos consideramos ecologistas, resulta muy importante no caer en aquella romantización de los pueblos “tribales”, mediante miradas paternalistas e infantilizantes.

No olvidemos que todo el raciocinio colonial del imperio británico, a inicios de siglo XX, se basó en la protección del nativo de las dolorosas decisiones de la humanidad. El criminal sistema de Apartheid en Sudáfrica también recurrió al discurso de la conservación de la inocencia aborigen. Sus ideólogos hablaban de no contaminar el candor de los africanos, por lo que los negros debían ser relegados a guetos famélicos llamados “bantustanis”.

El oenegeísmo fundamentalista, revuelto con indigenismo esencialista, tiene sus raíces en los muchos abusos de la modernidad. Pero aquella reacción ultra-relativista suele acabar negando la misma noción de los derechos universales y romantizar la miseria y la supervivencia, y en algunos contextos puede cobijar prácticas sobre las cuales nuestra especie debe reflexionar: el infanticidio, la dominación de mujeres y niñas, la heteronomía total del ser humano frente al colectivo; todas preocupaciones que no tienen por qué ser exclusivamente eurocéntricas (contrariamente a lo que se repite cansinamente hasta la saciedad).

Los paradigmas valiosos de los pueblos deben ser impulsados y hegemonizados a nivel global; y no mantenidos como piezas de museo y en contraposición a un nebuloso “occidente” perverso, que siempre ha tenido corrientes críticas de la modernidad y sus desdichas.

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