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El Telégrafo

La procesión va por fuera

12 de octubre de 2012

Debe ser que acá llevamos la procesión por fuera. Cada comentario, cada análisis, cada editorial, cada opinión llega cargado de una visceralidad destructiva y tajante.

Es esta proclividad a criticar desde el odio más profundo de nuestra alma lo que termina destruyendo el diálogo en pos de la superficialidad que resulta de la ironía y la mofa; o, por lo contrario, desde el extremismo panfletario obnubilado por símbolos y discursos repetidos por cincuenta años, a tal punto que han perdido su calidad de mensaje y se han convertido en la imagen del merchandising revolucionario u opositor.

No es solo una crítica. Es una autocrítica. Releyendo mi historial de artículos, veo que también me he dejado llevar por la efervescencia de la ideología emocional. No es cuestión de escribir sin shungo. Es cuestión de buscar una salida a la hoguera, no avivarla. Los “corazones ardientes” se han quedado en eso. Faltan más “mentes lúcidas”.

Las complejidades de la arena política terminan entramando al poder en un espiral de vehemente confrontación que eventualmente sucumbe ante el orgasmo de las primicias. La bandera de la revolución no es suficiente. Debemos exigir más. Debemos, en ese sentir, exigirnos más.

Hay también una inmediatez y novelería que se permea a la ciudadanía desde la oposición. Una necesidad de agarrarse de las fallas y derrotas, una necesidad de rasgarse las vestiduras y de flagelarse mediáticamente frente a posibles y medias verdades. Una constante que reduce los análisis a posturas pueriles del todo o nada; y las otras que caen en la falacia del plurium interrogationum.

No hay matices ni la capacidad de profundizar en un tema sin incurrir en la deslegitimación por una posición. Y todo nace de un apresuramiento por juzgar, un atolondramiento que evidencia esa necesidad, no de convertirse en ese barómetro político o contrapeso civil, sino en lanzadores de piedra que después acusan de totalitarismo al Gobierno por su propia incapacidad de crear una postura coherente. 

El día de las elecciones en Venezuela fue un derroche de superficialidad. Desde los triunfos de la democracia y el despertar de la ciudadanía frente a la dictadura cuando llegaron los primeros resultados que daban como vencedor a Capriles, pasando por la amargura de la realidad, la posibilidad de fraude y la eventual euforia que vino con la victoria de Chávez y acompañada del: “algo bueno debe hacer Chávez”. Quedó en eso. Hoy ya hay algo nuevo. Nuevo de lo mismo. Debe ser que no siempre la procesión va por dentro.

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