Es común creer que la política debe ser y expresar un permanente consenso social, pero lo que ocurre es que la política como consenso exige una destrucción de los conflictos y contradicciones.
Si esto pasa, dicen, habría una democracia más efectiva, sin embargo, basta revisar la historia social para caer en cuenta de que la política del consenso debilitó a la sociedad política, reduciéndola a mero reflejo de un orden instituido y gobernado por élites, acostumbradas a gobernar por naturaleza y un pueblo acostumbrado a ser representado perpetuamente.
Esas élites hicieron del Estado el gran ventrílocuo de la sociedad y esta se fue vaciando de la política. De todo este proceso sistemático brotó el mito del Ecuador como una “isla de paz”.
Lo que sucedió es que la República heredó lo peor de un régimen colonial: la pacificación de la población. Un conjunto de prácticas administrativas para disciplinarla y enseñarle a comportarse como buenos cristianos y, ya en la República, a ser buenos ciudadanos.
Pero eso provocó, lo inverso, la resistencia social del siglo XIX: base de los movimientos sociales. Es decir que el propio modelo de exclusión permitió un tipo de lucha social por el reconocimiento; y son los movimientos indígenas en el Ecuador un gran resultado social de esas luchas.
Sin embargo, es común que algunos sectores de izquierda tiendan a esencializar a estos movimientos porque de alguna manera le endosan las responsabilidades del cambio o la transformación social.
Hay que preguntarse: ¿por qué estos sectores autodefinidos como progresistas defienden a capa y espada todas las acciones políticas de los movimientos indígenas, así sean equivocadas? Se da una práctica de esencialización que termina extirpando cualquier vía de crítica social. Se saturan las acciones políticas de moralidad, con lo cual se elimina el conflicto como nutriente de la política y se crean imaginarios de pacificación esencializada. Así se sigue repitiendo el viejo legado colonial.
En una reciente entrevista al presidente de la Conaie, este dice: “(…) no quisiéramos convertirnos en opositores, sino en constructores de alternativas para el país (…) no podemos seguir pensando en luchar con la misma lógica, con la misma tradición, con las mismas estrategias de hace unos 5 o 6 años atrás (…).
El diálogo no es ningún pacto” (alainet: 23-04-2012). Esto es precisamente mantenerse y defender la política, porque los pactos matan el disenso, los diálogos nutren el conflicto, permiten que emerjan los conflictos invisibilizados y así construir un Estado plurinacional. Compleja lección de Humberto Cholango, comparada con la complejidad retórica de ciertos intelectuales “progresistas”, obsesionados más con el Presidente de la República que con la política.