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El Telégrafo

La niña que jugaba a ser espía

27 de junio de 2013

Margarita Gertrudis Zeller, a sus 16 años era exótica e irresistible. Una mañana el rector de su colegio, en el patio central y ante el horror de alumnos y profesores, se bañó el cuerpo en gasolina y se arrodilló ante ella exigiendo que hiciera caso a sus amores, para no convertirse en una tea humana. 

La chica salió en carrera, mientras el enloquecido amante intentaba encender la cerilla fatal. Alguien lo agarró por el cuello, lo inmovilizaron y lo llevaron al manicomio.  La niña cambió de colegio, de rumbo y de nombre: se llamó Mata Hari y se convirtió en espía.

Esta parte de su vida empezó al leer un aviso de prensa: un militar holandés, que vivía en la Isla de Java, pasaría vacaciones en Amsterdam y buscaba amistad femenina. Margarita contestó, se conocieron, y esa primera noche tuvieron una intensa batalla amorosa que terminó en matrimonio apresurado e infeliz.

La pareja se fue a Java donde nacieron dos hijos. Su primer retoño fue envenenado por una criada celosa que estaba enamorada del marido de Margarita.  Se separaron, Margarita regresó a Europa, se asentó en París y empezó a aguantar hambre.

Entonces inventó su propio pasado. Aprovechando su rostro exótico, semioriental, su piel de suave color canela, dijo ser una princesa javanesa, experta en danza y artes amatorias orientales. Entonces se llamó Mata Hari.

De danza, Mata Hari sabía muy poco. De ropa, algo menos. Esa era la clave. Los teatros se llenaban con hombres que aullaban de placer con sus sensuales movimientos. Entonces se vio acosada por políticos y militares con suficiente dinero para pagar lujos y favores sexuales. El problema era la época: Europa vivía la Primera Guerra Mundial, y hasta el cuerpo tentador de aquella mujer llegaron militares de los países en conflicto.

Mata Hari, que enloquecía con los uniformes, coqueteó con todos y ellos la usaron para hacerse ricos. Al saber que ella estaba en contacto con el bando enemigo, pidieron dinero a sus gobiernos para pagar a Mata Hari supuestas operaciones de espionaje. De manera simultánea hicieron lo mismo franceses, ingleses, alemanes. A Mata Hari, que aquello le parecía un juego pícaro, le pagaban sus travesuras con un perfume o con un anillo.

Al final, para borrar evidencias, la acusaron de doble espía. En el juicio, Mata Hari salió en su propia defensa: “Ramera, sí. Traidora, nunca”. Pero la condenaron. Dicen que a los soldados les vendaron los ojos para que no sucumbieran a sus encantos. De doce disparos, solo cuatro acertaron, uno de ellos en el corazón.  

Mata Hari fue una ingenua. Se convirtió en chivo expiatorio de políticos y militares que disfrutaron de sus caricias y que se enriquecieron con el dinero que cobraron en su nombre y que nunca le pagaron.  En ajedrez hay damas que también se sacrifican, pero no en vano.
 
Hort vs Lundin, Estocolmo, 1946

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