Sabido es que, durante la Colonia, España trasladó a los pueblos conquistados su propio sistema social, y con su aliada la Iglesia, los organizó a imagen y semejanza del orden medieval.
De ahí que los hombres hispanos que vinieron a América, “por Dios y por el Rey”, con la ayuda del caballo y el estruendo de los cañones, utilizaron el miedo y el terror imperantes en la metrópolis para dominar a los conquistados y someterlos a una cruel servidumbre.
Si aquello sucedió con los nativos en general, ya podemos imaginarnos cómo fue su proceder con las mujeres indias, las cuales, a más de sufrir las típicas formas de opresión colonial, eran víctimas del abuso sexual de los conquistadores.
Un capitán “era bueno con sus hombres” cuando de su botín de guerra repartía a todos joyas e indias hermosas y galanas.
La india y la negra constituían el último peldaño de la escala social y eran tratadas como animales de carga.
Sin importar la clase social, todas las mujeres vivían humilladas, víctimas de la omnipotencia del hombre, a quien la costumbre le autorizaba a pegarle y la tradición a ejercer sobre ella el derecho de vida y muerte.
Carente completamente de derechos, además del indispensable catecismo, la mujer hispana era educada estrictamente para las labores de la casa, donde el manejo de la aguja era impartido en forma especial. Su trabajo consistía en traer hijos al mundo y ocuparse del hogar. Para esto se la preparaba desde pequeña, considerándola débil y enseñándole a adorar al hombre por fuerte, inteligente, sostenedor de la familia.
Hasta 1768 en Quito, capital de la Real Audiencia, no existía un solo colegio para mujeres, y como lo expresa el arzobispo Federico González Suárez, a ellas solo se les enseñaba a leer en libros impresos, por cuanto “durante largo tiempo hubo en la Colonia una preocupación, hondamente arraigada, de que a las mujeres les era nocivo y aun peligroso saber escribir”. Si a alguna se le ocurría incursionar en los campos de la cultura y el arte se la consideraba anormal y hasta de dudosa feminidad.
La mujer casada carecía de toda capacidad legal. Solo en 1871 el Código Civil otorgó a la madre la patria potestad sobre sus hijos, pero solo a falta del padre, y estableció la presunción de la autorización general del marido para la mujer casada que ejercía públicamente profesión e industria, mientras no haya reclamación o protesta por parte del mismo.
Todas las injusticias y ominosos prejuicios que el yugo colonial estableció en contra de la mujer, haciendo de ella un ser sumiso y oprimido, fueron arrastrados por la República hasta el triunfo de la Revolución Liberal Alfarista, la cual, como hemos visto en reseñas anteriores, dio en breve los mejores frutos con leyes y decretos trascendentales que mejoraron realmente su condición.