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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

“La libertad de expresión tiene límites...”

30 de enero de 2015

La frase que precede el  presente artículo no surgió de la garganta de un maniqueísta de feria o de algún templario de la  estulticia y la sumisión. Lo dijo Francisco, el Papa latinoamericano, que con humildad y talento conduce a la Iglesia católica a  nuevas coincidencias con el pueblo que es el reencuentro con el Dios bueno y justiciero, a veces olvidado y hasta juramentado en vano por mandatarios de países ricos y sus mercaderes, aquellos  que en su momento Jesús expulsó del templo, los mismos que -estamos ciertos- si hoy el Nazareno regresara a la Tierra con su mensaje de amor al prójimo y reivindicación de los pobres lo crucificarían de nuevo.

La proverbial inteligencia y la extraordinaria y oportuna retórica del Pontífice defienden el derecho sustancial de libertad de pensamiento, de profesar la religión que a bien tengan los ciudadanos de cualquier nación, lo que es una advertencia sobre los riesgos del sectarismo burgués de mirar al orbe bajo la óptica axiológica de Occidente y de los supuestos valores exclusivos de su sino.

Y es que las tragedias de nuestro tiempo se generan, entre otros elementos, precisamente por las consignas de los centros del poder mundial, cuyos mensajes difundidos por la industria mediática, siendo de contradicción absoluta en los conceptos y los principios, son capaces de penetrar las conciencias de audiencias obnubiladas por eslóganes ideológicos, tales como ‘guerras humanitarias’ o ‘conflagración de civilizaciones’, que esconden realmente el afán de conquista colonial la afiebrada y desmedida codicia del conglomerado desarrollado y sus ansias de pensar por todos.

En el pasado, los sistemas dominantes, especialmente europeos, desarrollaron empresas con la aparente motivación religiosa de seguir las huellas de Cristo, cuando en realidad eran operaciones de expoliación y de exterminio contra poblaciones del Medio Oriente. Con el solapado pretexto de rescatar los santos sepulcros del dominio mahometano, las cruzadas fueron los instrumentos para campañas sangrientas y crueles contra ciudades indefensas árabes y judías. Las víctimas propicias en el camino a Jerusalén fueron mujeres, niños y ancianos, sometidos a todo tipo de exacciones. Los sobrevivientes eran vendidos como esclavos a piratas bereberes en Sicilia o Malta.

En las siguientes centurias, las riquezas de América solventaron los lujos y vicios de cortes del Viejo Continente y a sus confrontaciones bélicas que ensangrentaron los hemisferios, hasta el Congreso de Viena, en donde, entre valses y mazurcas, las potencias europeas se repartieron el planeta.

Ahora, con una economía globalizada, tambaleante, con  la avaricia de los trusts acechando a los Estados para resolver necesidades urgentes, aunque dispendiosas de energía para sus habitantes y ante la  expectativa de un orden mundial más justo y ético, surgen estrategias imperiales que son considerablemente agresivas y duras. No son casuales las invasiones a Afganistán, Irak, Libia, Siria, países de mayoritario culto islamista y poseedores y productores de petróleo, gas y agua. La libertad de expresión, a la usanza monopólica, para justificar esas hazañas filibusteras, como en el medievo, acude al tema doctrinal para evadir sus iniquidades. El cartel mediático derrota a la razón y la verdad en defensa del capital financiero. El papa Francisco los pone al descubierto con la acción  sustantiva de su estatura moral, el decoro de su proceder y su dignidad religiosa y humana.

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