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El Telégrafo

La disputa democrática

30 de enero de 2014

“A la voz del carnaval todo el mundo se levanta”, dice la canción popular, y cosa similar ocurre en nuestro país cuando se produce una convocatoria a elecciones: los dormidos despiertan, los cansados se desperezan, los olvidados se hacen presentes para hacer oír su voz y el país se llena de cantos, voces y banderines de colores.

Recuerdo los viejos tiempos de la política ecuatoriana, cuando imperaba la política del reparto de aguardiente y de garrotazos: aguardiente para los seguidores, garrotazos para los opositores. Cuando los principales agentes de propaganda eran los curas de pueblo y los guardas de estanco. Y cuando el temor por el fraude y el paquetazo envenenaba el ambiente.

Hoy las cosas han cambiado positivamente. Lo que anima la acción política son las ideas y afinidades personales y no el aguardiente. Los garrotazos han dejado de ser la regla, para convertirse en muy rara excepción. Ya no hay guardas de estanco y los curas se comportan con más cuidado, aunque no falta el prelado socialcristiano que hace incursiones en política. Y el progreso técnico ha hecho que el fraude deje de ser un temor justificado, para convertirse en un simple argumento defensivo de los perdedores.

La verdad es que hoy gozamos de una amplia vida democrática, aunque ciertos opositores se empeñen en sostener lo contrario. Nadie que cumpla con las reglas del Código de la Democracia es impedido de participar como candidato en la lid electoral. Los ciudadanos asisten con la mayor tranquilidad, y hasta con ánimo festivo, a los actos de campaña y a las votaciones. Y el sistema de escrutinios es vigilado por veedores nacionales e internacionales, lo que impide fraudes y trampas.

Es cierto que la democracia no se agota en la formalidad electoral y que requiere  una correspondencia entre la forma y el fondo, para que la representatividad política no se convierta en un cascarón relleno de demagogia y falsía. Pero no es menos cierto que una democracia real, como la que vivimos, en la que el pueblo es beneficiario fundamental de la acción política, necesita ser ratificada en las urnas por la voluntad popular, que con su voto premia, castiga o impone rectificaciones.

Hallamos que ese es el nivel esencial de una verdadera democracia: un pueblo mayoritariamente satisfecho de la acción política, que siente que su país, su provincia o su localidad están en manos de autoridades que representan su voluntad y atienden sus requerimientos.

Empero, más allá de esta ecuación Pueblo–Estado–Gobierno se hallan todavía otras tareas democráticas, vinculadas a la ética y estética políticas: respeto a toda oposición respetuosa y respetable, conservación del sistema de equilibrios y balances entre los poderes del Estado, espíritu de tolerancia frente a las ideas ajenas.

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