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El Telégrafo

La crisis universitaria

03 de diciembre de 2013

Siempre hemos afirmado que si no se cambia la educación no existe revolución, la que demanda otros muchísimos cambios: desde la propia filosofía de que no es una época de cambio sino un cambio de época.

No se trata de juego de palabras, como lo está palpando el país entero con el proceso de cambios en las universidades: la educación superior, cuya crisis sacude para bien a toda la sociedad.

Como sabemos, y lo mismo sucede en casi todo el mundo, el servicio de la educación superior lo brinda el Estado (que debe ser gratuito) y sectores privados, incluyendo religiosos (que tienen un cierto fin de lucro): allí hay una primera diferencia de responsabilidades y de actitudes, las dos únicas intervenidas por actos de corrupción son estatales, la de Guayaquil y la de Esmeraldas.

Los otros aspectos que las ubican en una clasificación son tantos y tan complejos, imposibles de analizarlos en una nota, pero se pueden vislumbrar dos cosas: en la mayoría de esos fallos son las propias entidades las responsables de las deficiencias y las que deben y pueden superarlas; y segundo, el mecanismo para lograrlo no es poniéndose bravos o buscando culpables a terceros, sabiendo que está en ellos eliminar las deficiencias, porque en definitiva hacerlo es por su propio bien y el bien de los demás.

Querer politizar este proceso de mejoramiento de la calidad de la educación superior, que tiene tanta vinculación al Buen Vivir en todos los aspectos, es una reacción descalificada por las mayorías de las propias universidades, no se diga de la ciudadanía que esperaba el cumplimiento de esta iniciativa revolucionaria, que aún nos deja por debajo de lo que debemos aspirar.

De mantenernos en los niveles de inmovilismo y mediocridad, a sabiendas de lo mal que estamos, sería criminal para una sociedad que acogió con tanto entusiasmo y esperanza la decisión de cambiar la matriz productiva, cuyos ejecutores deben ser, precisamente, las nuevas legiones de profesionales formados en unas universidades de medio pelo, y no llegaremos nunca a ser el producto de una revolución como la ciudadana, que debe pretender ser la insignia de la revolución bolivariana, digna heredera de la llamada Patria Grande de nuestra América, como la soñaron los próceres.

Saber que la reforma universitaria es fundamental y condicionante para la implantación del Buen Vivir y no acometerla con todo sacrificio, comprensión y fortaleza; con la participación activa de los propios estudiantes, docentes y autoridades, adueñándose y conduciendo esa responsabilidad, sería un suicidio sin nombre.

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