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El Telégrafo

La comunión católica y el divorcio

28 de noviembre de 2013

Parecía que el papa Francisco, a su regreso del apoteósico encuentro con la juventud en Río de Janeiro, estaba aceptando a los católicos divorciados que se vuelven a casar, quienes no pueden acceder al sacramento de la comunión. El Papa argentino declaró a los periodistas en aquel vuelo desde Brasil que quería lanzar “una profunda reflexión sobre situaciones dolorosas para los católicos”. Recordó que las parejas no casadas debían ser “acogidas cordialmente” y en la Basílica de San Juan de Letrán invitó a los curas que asistían a un encuentro a recibir a esos fieles católicos para que se “sientan en casa”. Pero posteriormente instó a la Iglesia a buscar “otra vía, dentro de la justicia para las segundas nupcias” y el pasado jueves, el Vaticano desmintió que se esté elaborando un documento sobre la comunión para los divorciados vueltos a casar. Parece que puede más el dogma que la caridad cristiana.

Desde los 90, en los países desarrollados: 43% de los hombres y 62% de las mujeres entre 25 y 29 años estuvieron casados alguna vez. De un 13% de divorcios han llegado a 24% en hombres y 27% en mujeres. Y los países en desarrollo han triplicado su tasa de divorcio del 5% al 15% en mujeres y del 7% al 12% en los hombres. En Ecuador no es diferente: la tasa de matrimonios descendió ligeramente un -0,10%, mientras que los divorcios crecieron 68,7%.

Yo tengo mi propia opinión sobre este tema, pero puedo ser acusado de relativismo ético. Por eso me permito citar a Baruch Spinoza en una de sus mejores frases sobre Dios: “¡Deja ya de darte golpes en el pecho! Lo que  quiero que hagas es que salgas al mundo a disfrutar de tu vida. Quiero que goces, que cantes, que te diviertas y que disfrutes de todo lo que he hecho para ti” y continúa: “El sexo es un regalo que te he dado y con el que puedes  expresar tu amor, tu éxtasis, tu alegría”. Y por pensar así fue excomulgado por la comunidad judía de Ámsterdam.

A pesar de que las personas se siguen casando y prometiéndose amor eterno, las estadísticas revelan que los divorcios aumentan a mayor velocidad que el número de bodas que se celebran, todo ello como consecuencia de los nuevos modelos sociales que impiden a la pareja conocerse más a fondo y aprender a convivir. Es el reflejo de la crisis de una institución que se mantiene por una inercia antropológica, pero que cada vez es más cuestionada por numerosos grupos. Y que lleva a muchas personas escarmentadas de una experiencia matrimonial negativa a preferir una tranquila soledad a un infierno compartido.

La Iglesia no puede estar ajena a esta realidad y abandonar a sus ovejas descarriadas, para ponerlo en términos evangélicos. Eso no es cristiano.

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