Publicidad

Ecuador, 26 de Septiembre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo

La CIDH

26 de marzo de 2013

Contrariamente a lo que varios neófitos en el tema siguen repitiendo hasta la saciedad, la Comisión (CIDH) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos son elementos intrínsecos del proyecto de gobernanza de la OEA; todos sus documentos llevan el logo y acrónimo de la organización, y son sus países miembros los que eligen a cada uno de sus siete comisionados.

Algunos, que no quieren verse identificados con el Ministerio de las Colonias, pero buscan defender in extremis a la CIDH (esencialmente por odio a Correa), siguen haciendo hincapié en el carácter “independiente” de la Comisión, cuando resulta obvio que sería anatema crear un ente jurídico sin hablar de “independencia”. Pero más allá de lo formal y procedimental, la Comisión, como el resto de las instituciones de la OEA, se enmarcan claramente en un proceso hegemónico que, como tal, depende de una buena dosis de consenso y una igual cantidad de coerción: el consenso, eminentemente neoliberal, de lo que significan la “democracia” y los “derechos humanos”, y la coerción de un árbitro que recurre a la vigilancia y al castigo.

La ideología del consenso hegemónico detrás de la CIDH remonta a lo que Huntington llamó, eufemísticamente, la “tercera ola de democratización”: aquella que después de décadas de dictaduras militares vio el retorno de la alternancia electoral oligárquica, la privatización y desregulación de la economía, y el auge del discurso de los derechos civiles como “derechos humanos”.

Varias investigaciones de la CIDH lograron tocar, ciertamente, los nervios sensibles de algunos Estados transgresores de los derechos; pero sin tomar en cuenta que cuando el Estado latinoamericano, endeble y gaseoso, ha sido cómplice, encubridor o ejecutor de estas violaciones, lo ha hecho al servicio de proyectos personalistas y oligárquicos, a menudo funcionales para los amos del sistema interamericano. La CIDH, asimismo, nunca tuvo el bagaje ideológico para denunciar las violaciones más estructurales: en especial la exclusión y la desigualdad, frutos de la ausencia y debilidad del propio Estado.

La reforma a la CIDH planteada por Ecuador pareciera correcta. No se busca prescindir de un mecanismo jurídico internacional que defienda los derechos humanos, sino que ese organismo empiece a reflejar los nuevos consensos post-neoliberales en torno a lo que debemos entender por derechos humanos.

Como tal, Ecuador denuncia que el presupuesto de la Relatoría sobre Libertad de Expresión (que entiende la misma como libertad de prensa y empresa) ascienda al millón de dólares, cuando el presupuesto de las demás relatorías no llega ni a 50 mil dólares; un síntoma, según Ecuador, de una Comisión politizada que, en tándem con la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), se opone a la regulación de los medios.

El financiamiento de la CIDH, en general, resulta problemático: en particular, el rol que juega el gran aporte económico de EE.UU. a pesar de no haber ratificado la Convención, por lo que no debería entrometerse en ninguno de sus asuntos; y el financiamiento de actores no-estatales, algunos directamente involucrados en las demandas en contra de los Estados miembros.

Si bien los comisionados no son los representantes de jure de sus países, no deja de ser torpe (y sospechoso) que la Comisión esté presidida por una jurista norteamericana. Mucho más grave aún es el hecho de que la sede de la CIDH esté en Washington, en el contexto de la no ratificación de la Convención por parte de EE.UU., lo que demuestra una vez más lo poco sutil y –reconozcámoslo– lo nada hipócrita que ha sido el Imperio a la hora de establecer las reglas de juego que normaban su patio trasero.

Contenido externo patrocinado