No es extraño que la oposición pelucona (la descarada y la vergonzante) asuma múltiples combates ante la coincidencia hoy de la conmemoración de los 100 años del asesinato de Alfaro, y desate un torpe cuestionamiento al carácter “revolucionario” del propio mártir, de su proceso transformador liberal (no socialista, porque no existía esa corriente ¡historiadores de pacotilla!) y de los cambios de poder que introdujo para beneficio de la nación ecuatoriana y para ejemplo continental.
El odio miedoso, convertido en pánico, que algunos tienen al actual proceso que lidera Correa, para que no existan comparaciones, los lleva a la insensatez de querer negar el carácter revolucionario de la gesta alfarista y pretenden desconocer la historia.
Son los seguidores de aquellos que intentaron sostener que fue “el pueblo de Quito” el que mentalizó, organizó y participó en el asesinato, el arrastre y la quema en la “Hoguera Bárbara” y para constancia pusieron, entre otros, los nombres de dos mujerzuelas y un cochero, como que si gente de esa calaña tuviese el poder para poner en marcha un crimen así, sin la ayuda de los placistas y otras yerbas venenosas.
De paso, al pretender tergiversar la historia alfarista, aprovechan para desacreditar, cuestionar y negar los propósitos revolucionarios de los regímenes actuales que se gestan en el continente.
Hoy una revolución se identifica por el cambio de poder de un segmento a otro de la sociedad y de la correlación de fuerzas entre el 1% de arriba y el 99% de abajo.
La toma del mando de un Estado puede ser violenta, como en las revoluciones francesa, bolchevique, cubana; o pacífica, como la gringa de Lincoln, la chilena de Allende (frustrada por Pinochet, el asesino corrupto), la bolivariana de Chávez, la plurinacional de Morales, la sandinista de Ortega, la ciudadana de Correa; pero estas últimas no pueden ser evaluadas aún porque están en pleno proceso de implantación.
Y si las calificaciones las hacen los que perdieron el poder absoluto de que gozaban en las épocas de las democracias bobas, manejadas por las partidocracias, subsidiarias del poder imperial, ya podemos colegir por qué el pánico los une para calificar de dictadores a los líderes que conducen estos procesos. Las revoluciones se evalúan por sus cambios sociales, económicos, culturales.
En el continente es claro que los poderes mediáticos, bancarios, partidocráticos y burgueses han ido perdiendo -unos más, otros menos- su radical hegemonía, según que los países van dejando de ser patio trasero del Imperio.