Es probable que la ley de comunicación o de medios de información (aun todavía no lo definen) sea uno de los proyectos que por más largo tiempo y más enredada confrontación se haya dado en la legislación ecuatoriana.
Ni siquiera en los amplios códigos de procedimientos civil o penal se habrá invertido tanta palabrería, tanta beligerancia tan abultada perorata.
Se alcanza a divisar dos extremos: aquellos que dicen que la mejor ley es la que no existe y hacen lo imposible para que se cumpla su deseo de empantanar toda posibilidad de concluir el debate; y los otros que proponen mecanismos a veces incoherentes o inaplicables en concordancia con la rabia que provocan los que estarían dispuestos hasta a que se clausure la Asamblea con tal de que no se expida una ley. Ninguna ley, que de alguna manera obstaculice la libertad de calumniar.
Lo más insólito es que sí existe una antigua ley, expedida por una dictadura militar, que resulta absurdo mantenerla.
Si hubiera coherencia política y no afán de manipular el poder mediático, los más empeñados en que surja una nueva ley deberían ser los propios medios y quienes laboran en ellos, pero es lo contrario.
En primera y última instancia la lucha por la existencia o no de una ley es la lucha por la primacía que quiere mantener el poder mediático del que la oligarquía propietaria de ellos ha usufructuado, manejando, disponiendo y manipulando el grado de influencia tal, que por su voluntad o conveniencia han sacado o impuesto sucesivos gobiernos.
A lo largo de la historia política de las sociedades contemporáneas, en nuestro y otros países, ha bastado un periodicazo para liquidar a un individuo condenado por el poder mediático: es lo que se ha llamado "empapelar" a un cristiano.
Ese pobre individuo no ha tenido derecho alguno a la protesta, a demandar una reparación, ni siquiera al pataleo.
Cuando mucho el medio o sus escribidores (también locutores o presentadores de noticias), ajenos a la responsabilidad ulterior, han tenido el peregrino argumento de ejercer el derecho de opinión.
Para algunos de ellos la calumnia, la difamación, la deshonra, el insulto, la procacidad son el equivalente a la opinión.
No escriben o hablan a nombre propio e individual, sino que aplastan al indefenso, aseverando que esa opinión la comparte la ciudadanía, la colectividad, la sociedad, el pueblo!
Y resulta que no era "opinión" sobre la conducta del individuo, sino calumnia.