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El Telégrafo

La ancianidad

10 de octubre de 2013

El pasado martes 1 de octubre, conmemoramos el Día Internacional del Anciano, fecha en la que se recuerdan aspiraciones existenciales, récords de longevidad y realidades contrastantes que afrontan los llamados “adultos mayores”. Esta fecha fue acordada por la ONU para rendir homenaje a la memoria de la escritora mexicana Ema Godoy Lobato, notable activista que luchó por los derechos de los ancianos.

Llegar a lo que suele conocerse como la “tercera edad”, no debe causar congoja ni desaliento, sino que por el contrario, arribar a la ancianidad tiene que ser motivo de orgullo y respeto por la experiencia adquirida con el paso de los años.

Sin embargo, en las sociedades modernas “desarrolladas”, los viejos son casi un estorbo. Son retirados de los ámbitos de producción, procurando que sus decisiones no interfieran en la marcha de los asuntos de una institución o empresa. Son muchos los ancianos que experimentan una tremenda soledad y que tienen la impresión de estar sobrando.

La cultura actual ha exaltado fuertemente la etapa de la juventud, colocándola como la edad de moda, en detrimento de la senectud. Los medios de comunicación, impulsados por el espíritu comercial, buscan promocionar “figuras jóvenes”, mientras que la imagen de la vejez se presenta como decrépita o incluso ridícula. Se difunde la idea de que llegar a ser viejo es una desgracia, debido a que ya no son productivos y conllevan muchos gastos y mayor tiempo de atención por el cuidado que necesitan.

Ciertamente, el desprecio a los adultos mayores es un hecho injusto, pues los ancianos son la riqueza más grande de un pueblo, son los que con su trabajo y dedicación nos han dado lo que ahora somos y tenemos. Es más, también en el presente son muchos sus aportes, debido a que los abuelos son los que se encargan de la educación de sus nietos y son los que les transmiten valores tan importantes como la fe, las buenas costumbres y el respeto a los demás.

El testimonio y la sabiduría de nuestros mayores son una gran riqueza, pues ellos son los que tienen la memoria de un pueblo que han de traspasar a las generaciones más jóvenes, debido a que una sociedad no se puede edificar sanamente sin este pilar fundamental.

La familia debe jugar un papel importante en la protección de los ancianos, enseñando a los niños a respetarlos, cuidarlos y asistirlos cuando lo necesiten. Si desde pequeños no contribuimos a apreciar lo mucho que valen nuestros adultos mayores, que son la piedra angular de los hogares, no podremos sentirnos orgullosos de la educación en valores que hemos brindado a nuestros hijos. Nuestros abuelos merecen respeto y gratitud, ya que quien no respeta no ama y quien no es grato no reconoce lo que tiene.

Es de suma importancia que existan políticas sociales justas para el acompañamiento y que, al mismo tiempo, integren a los adultos mayores y no queden reducidos a ser sujetos de dádivas que les concedemos. Nuestros ancianos han sido, son y serán un orgullo nacional.

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