Ante la muerte de Juan Hadatty, la necesidad de evocación de su existencia fructífera y su obra: pensamiento y trabajo cultural, entremezclados en la urdimbre de la acción política fecunda se imponen. La plenitud vocacional de su amistad, de su espíritu de justicia y especialmente la riqueza de dones que surgía de su trato suscitador de valores e ideas para creadores de arte: pintores, escultores, ceramistas como aporte sustancial de su accionar.
A pesar de que en escasas veces alguno de ellos fuera vocero de realidades malquerientes -que a él jamás le importaron-, realizó su tarea y siempre se mantuvo como el vigía optimista y esperanzado de las bondades de la plástica y de sus artífices, y muy atento a la germinación de las nuevas generaciones de artistas y de las actuales tendencias del arte. Definitivamente fue -y es- uno de los mayores críticos de las artes plásticas en nuestro país. El sueño de ideales surgido de su mente solidaria y su corazón generoso conmovía y convocaba a la conciencia colectiva a seguir hasta la victoria. Y es que la esencia y la envoltura de todo su ser repudiaban aquellos actos despreciables, fueran artísticos o políticos y a sus autores, con la receta inmortal de Anatole France: “la ironía y la piedad”.
Nacido en Bahía de Caráquez en la ínclita provincia de Manabí, fue un destacado estudiante del histórico colegio Eloy Alfaro de su ciudad natal, al culminar sus estudios de enseñanza media los continuó en la Universidad de Guayaquil, en donde obtuvo la licenciatura en sociología. Durante su juventud, con la avidez de justicia y libertad, como sustento angular de su vida, participó activamente en las luchas sociales, especialmente en el campo cultural, militó siempre en la izquierda ideológica y luchó por los cambios que hoy felizmente se están dando en nuestra patria. Las facetas de una personalidad recia y versátil fueron las precisas coordenadas existenciales de un hombre de gran inteligencia, de cultura universal y con un hondo sentido de la simpatía humana.
Poniendo en práctica su prédica, de caminante consuetudinario, practicante de sus principios ideológicos, que transformaba en imperativos de sustantividad; una enfermedad traidora lo acechó en los últimos dos años hasta matarlo, confirmando su afirmación, que en cierta ocasión pronosticara y cuando gozaba de una envidiable salud: “Cuando yo enferme, creo que esta dolencia será definitiva”. Su vaticinio se cumplió y ahora estamos frente al hecho doloroso e inmutable de su incorporeidad, y con ella el vacío de su ausencia y el atesoramiento de recuerdos de tiempos idos de una generación “constructiva”, como decía Mariátegui.
La dulce paz del orbe en su tumba, y todo nuestro afecto a Melania, Milena y Yana.