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El Telégrafo

Juan Gelman, el hombre bueno y el poeta triste

17 de enero de 2014

En su última visita a Quito, apenas si unas cuantas decenas de personas se reunieron en el pequeño teatro Prometeo, para escuchar su poesía. Qué pena, le dije entonces al Ministro de Cultura, un poeta enorme como él merecía al menos llenar el Teatro Nacional.  Qué pena, me dije, porque entonces, consciente de su partida, ya empezaba a despedirse.    

Juan Gelman estaba entusiasmado por llegar de nuevo a Quito, así lo había expresado poco antes, en mayo, en la Feria del libro de República Dominicana. Con la sencillez de siempre, se acercó al stand del Ministerio Coordinador de Patrimonio y aceptó encantado, de las manos de Juan Carlos Cabezas, un sombrero de Montecristi, se lo puso y lo lució sobre su blanca cabellera el resto del día.

A todos nos duele su partida. Incluso entendiendo que, como dice Galeano, “miente la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está”. Es cierto, se queda para siempre entre nosotros con su poesía. Y seguirá vivo en cada palabra que nos heredó.  En cada verso, en cada libro.

Pero es que era un hombre bueno. Un hombre que jamás rehusó el compromiso de pelear, incluso con su vida misma si era necesario, por las causas justas. Y lo hizo cuando el compromiso era de verdad y definitivo, no un disfraz. Cuando el compromiso era una batalla cotidiana contra la dictadura, una guerra permanente contra la opresión y los fusiles. Una guerra sucia que dejó mas de 30 mil desaparecidos, entre ellos su hijo y su nuera embarazada.  

Por ello, después cuando esa lucha, su lucha, parió la democracia, pero le consignó el dolor, inició su batalla personal por encontrar a su nieta. Y lo logró.  Y lo hizo siempre acompañado de la palabra, que era (es) luz y guia, cobijo y sombra.    

Para Juan “la poesía era un árbol sin hojas que da sombra”. Y así lo asumió siempre. El exilio forzado y obligado se convirtió en voluntario, pero quedó la huella y la cicatriz.  Y convivió para siempre con ese dolor propio y ajeno. Y con la tristeza.  Pero cuando dolor y tristeza se juntaron, en Juan Gelman  se convirtieron en un acto de amor.  

Ya no retornó a su país y así se volvió más nuestro, más de todos. “He decidido vivir y morir en México”, confesó un día. Y si bien de su poesía emanaba ya una tenue luz (cobijada de ironía y sarcasmo) también estaba la melancolía, que no se había ido nunca. “Las heridas no están aún cerradas, su único tratamiento es la verdad y luego la justicia; solo así es posible el olvido verdadero”, dijo cuando el entregaron el Premio Cervantes.     

A Juan Gelman los premios le importaban poco. Los ganó casi todos, incluidos los importantes, menos el Nobel, claro. Pero tampoco se ofendía cuando le ofrecían reconocimientos, como las llaves de la ciudad a la que llegaba o una condecoración en su solapa. Más bien sonreía de buena gana.

Es cierto, Juan Gelman se queda entre nosotros, con su ejemplo de vida. Y de muerte. Su legado, además de su poesía, es la necesidad del compromiso y la dignidad. Ese compromiso y dignidad verdaderos; hondos y definitivos.

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