La última película de Martin Scorsese me ha dejado una mezcla de sentimientos. Algo de nostalgia casi repleta de una suerte de alegría –quizás sea uno de esos casos en que los portugueses usarían aquella palabra no fácilmente traducible, “saudades”– por un cine siempre menos común, por un tipo de películas que cada vez menos personas saben apreciar en su integralidad o comprender siquiera (bastaba escuchar a muchos de los asistentes a la última película de Quentin Tarantino, Once Upon a Time in Hollywood, que a la salida del cine se preguntaban qué había sucedido. La clave para entender la película, para desgracia de ellos, era conocer algo de la historia del cine…).
Por otro lado, la sensación del fin de una época. La película de Scorsese parece representar el final de un ciclo personal. Desde Mean Streets, en donde Robert De Niro junto a Harvey Keitel –ambos muy jóvenes por entonces– realizan dos papeles maravillosos al personificar a dos italoamericanos involucrados con la mafia, pasando por la superlativa Goodfellas, con un papel genial de Joe Pesci, hasta la grandiosa Casino, Martin Scorsese logró cautivarnos con un tipo muy específico de “película de gánsteres”. Sin embargo, The Irishman es de una naturaleza diversa.
De Niro, Pesci, Keitel vuelven a aparecer, pero sus papeles son distintos. Como ellos, la historia que representan ha envejecido y pareciera que Scorsese quiere que lo sintamos así: ello explica que la joven enfermera que aparece hacia el final de la película no supiera de la existencia de Jimmy Hoffa –uno de los personajes cruciales de la historia americana– muy bien personificado, en el filme, por Al Pacino.
Toda la película da la sensación de la necesidad de un cierre, pero con una reivindicación de por medio. Con un estilo que mantiene la calidad de las demás, pero que no es igual a aquellas, se ve como el intento de presentar un cine que –estando en la era de las producciones tipo Marvel (duramente criticadas por el propio Scorsese)– nos coloca en la posición de esos mismos personajes que han ido haciéndose viejos, sin apenas darse cuenta, mientras el mundo sigue caminando hacia una transformación que olvida una parte neurálgica de su pasado. The Irishman es, de algún modo, una defensa de ese pasado. (O)