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El Telégrafo

Igualdad y meritocracia

19 de diciembre de 2013

Todavía quedan en nuestro país gentes que valoran la importancia de otros a partir de lo que han hecho… sus abuelos. Son rezagos de esa vieja mentalidad aristocrática que se asentaba en la preeminencia de los apellidos y la supuesta nobleza de ciertas familias. Son herrumbres de la historia, que afean el rostro de una república que nació negando los títulos de nobleza, eliminando los mayorazgos y afirmando como dogma constitucional el principio de la igualdad entre los hombres.
Esa defensa de ‘méritos de estirpe’ aparece todavía más anacrónica en tiempos como estos que vivimos, en donde el pueblo ha irrumpido con vigor en la vida política y social y ha elegido a mandatarios que se empeñan en bajar la igualdad desde la cumbre del dogma constitucional hasta la llanura de la realidad social.

Esto me trae a la memoria un recuerdo de Napoleón, de quien se dice que alguien le preguntó: ¿Quién fue su abuelo?, queriendo categorizarlo por su origen. La respuesta del entonces joven general revolucionario habría sido: ¡Yo soy mi propio abuelo!, lo que equivalía a decir que valía por sus propios méritos y no por su origen familiar.

En general, me parece bien que las gentes se sientan orgullosas de su familia y de sus orígenes, lo cual es una muestra de afecto, deferencia y veneración por ascendientes que fueron respetables, e incluso una expresión de identidad y dignidad personal. Con lo que ya no estoy de acuerdo es con usar los supuestos o verdaderos méritos de familia para pedir favores para unos o tratar de ofender o denigrar a otros.

Nadie escoge la familia en la que nace, que puede resultar buena o mala, rica o pobre, culta o ignorante. Por lo tanto, no cabe juzgar a otros, en bien o en mal, por sus orígenes familiares, ni por ningún otro elemento que les haya sido dado por la vida, como el color de su piel, sus caracteres físicos o su nacionalidad. Juzguémoslos por sus acciones, por sus méritos o deméritos, por sus actos conscientes y voluntarios.

Esa mentalidad arcaica, que aún anida en ciertos grupos dominantes, pervive en Ecuador junto a ciertas formas de propiedad que son una afrenta para las mayorías, especialmente en el ámbito agropecuario.

Obviamente no me refiero a la propiedad agraria adquirida con esfuerzo y mantenida con tesón y respeto a los trabajadores, que merece todos los respaldos, sino a ese latifundismo parásito, generado por la simple herencia y sostenido en la sobreexplotación de los campesinos.

Un nuevo país solo podrá existir plenamente cuando se logre una nueva estructura agraria, aunque para ello haya que socavar el dogma de la propiedad privada, que beneficia a unos pocos, en beneficio de la propiedad comunitaria, que puede beneficiar a las mayorías.

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