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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Hermano, que morir tenemos

29 de octubre de 2014

Este era el escueto diálogo que sostenían los monjes de algún convento medieval cuando se cruzaban en los corredores de la abadía. Y así es. Somos mortales. Y no solamente eso: la muerte natural da sentido al nacimiento y a la continuidad de la especie. Pero hay muertes y muertes. Y las reacciones ante el final de la existencia van de la aceptación madura del desprendimiento final al drama del inenarrable dolor por muertes que tal vez no debieron producirse.

Pensemos, por ejemplo, en las diversas reacciones ante la muerte de Gustavo Cerati. Comprensible el dolor de su madre, pues es un desorden de la naturaleza que sea la progenitora quien entierre a su hijo. Sin embargo, desconcertaban las reacciones de la gente que jamás lo conoció ni siquiera a diez metros de distancia y lloraba en las redes sociales con la exageración de quien quiere obtener un número de ‘likes’ que avale su existencia en el planeta. O la gente que, indignada contra el destino, hablaba de ‘pérdida’ ante las transiciones de Mario Benedetti o Gabriel García Márquez, ya octogenarios, y con una obra que por sí misma justifica la existencia de estos grandes escritores. Nuevamente: comprensible la pena de sus familiares directos, pues la pérdida personal siempre es un profundo golpe al ánimo y el duelo se toma su tiempo en sanar las heridas de la ausencia; pero lamentarse con lágrimas en los ojos que Óscar de la Renta se haya ido del planeta sin haber jamás cruzado dos palabras con él es una actitud que trasciende de la admiración y el respeto a la cursilería y el arribismo mediático.

Otras muertes, sin embargo, son menos promocionadas y sí dan qué pensar, qué sufrir y qué llorar en el ámbito de nuestro mundo actual: las incontables muertes de niños por hambre y desnutrición a lo ancho y largo de todo el planeta. La muerte de las jóvenes lapidadas por ‘crímenes’ que no lo son, tan solo por el solo hecho de ser mujeres. La muerte de los enfermos de ébola por la miseria en que se ve envuelta la salud pública de los países en donde cunde la epidemia. El injustificable sacrificio de ‘Excalibur’, el fiel compañero de Teresa Romero, auxiliar de enfermería que va superando la misma enfermedad. Y, como colofón a este difícil año que está ya a punto de concluir, la ignominiosa desaparición de 43 normalistas mexicanos en el estado de Guerrero, sobre la cual el silencio de periodistas de opinión, artistas y otra gente que ante menores atropellos se desboca, es una afrenta más.

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