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El Telégrafo

Habemus Juana

28 de marzo de 2013

Era el mes de diciembre del año 814 en Alemania, con el invierno más cruel de muchas décadas. En los caminos yacían los cuervos muertos de hambre, porque no podían desgarrar la carne de los cadáveres congelados. En poco tiempo habían nacido cinco niños en la aldea de Ingelheim, y todos habían muerto a las pocas horas.

La partera de aquel pueblo había sido llamada a una choza para atender otro nacimiento, pero a medio camino notó que ya no sentía ni los pies ni las manos, y que la nieve llegaba a sus rodillas. Una ráfaga de viento la encegueció, la derribó, y la nieve empezó a cubrirla. Cuando vio que se moría, se encomendó a los santos, pero fue un humano el que la tomó por los hombros, la levantó, e intentó abrigarla: era el sacerdote de la aldea, que la había llamado, y que necesitaba la ayuda de la partera para el nacimiento de su nuevo hijo.

En la choza, la mujer pudo recuperarse y, con su ayuda, tras una noche de esfuerzos y gritos de la madre, llegó la criatura: era una niña. “Tanta esperanza para nada”, dijo el padre, y no quiso mirar dos veces a la pequeña. “Que se llame Juana”. Y no habló más.

Pasaron los años. La niña tenía un hermano mayor que quería ser sacerdote como su padre, y que sabía leer y escribir. Aunque estaba prohibido que las mujeres aprendieran, el joven le enseñó a escondidas. Pero llegó la peste, mató al hermano, y tiempo después el padre descubrió que su hija sabía leer. Por esto, la chica recibió una golpiza y fue acusada de una alianza con el demonio y de la muerte de su hermano.

Juana huyó de casa, y se llevó los trajes de su hermano muerto. Entonces adoptó su identidad, y se infiltró, como monje, en varios monasterios, aprovechando su conocimiento de la Biblia. Y, gracias a su inteligencia, un día llegó a Roma y se convirtió en “Secretario” de asuntos internacionales, del Papa León IV. A la muerte del Papa, y sin que nadie conociera su verdadero sexo, Juana de Ingelheim fue nombrada como nuevo Pontífice, para ocupar el trono de San Pedro.

Dos años más tarde, mientras Juana encabezaba una procesión, tuvo violentos dolores abdominales y, en medio de la multitud, en plena calle, dio a luz a una niña. Tras descubrir su condición, la turba, enloquecida, las mató a golpes frente a la Iglesia de ¡Qué ironía de nombre!, San Clemente.  

Durante un tiempo, y para evitar más engaños femeninos, la iglesia creó un ritual, con una silla perforada en el asiento. El nuevo Papa se sentaba y era palpado por un funcionario que decía: “Duos habet et bene pendentes”: Tiene dos, y bien le cuelgan.

Aquí esta dama se entrega a su manera porque también tiene dos buenos asesores.

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