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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Goytisolo, la estirpe del insurgente

01 de mayo de 2015

El campus de Somosaguas, de la Universidad Complutense de Madrid, en los primeros años del posfranquismo fue el escenario propicio para encontrar respuestas testimoniales a inquietudes juveniles que anhelaban superar los tiempos desgastados en las telarañas del fascismo y satisfacer una necesidad primordial, sentida: recuperar para el alma máter la memoria histórica el devenir heroico de la república y condenar el asalto falangista contra la Academia que en Salamanca y el resto de España la tomó, al grito de “Abajo la inteligencia”. Exclamación real del espíritu faccioso.

La heterogeneidad cualitativa de la intelectualidad hispana de fines de la década del setenta, que se encontraba  buena parte en el exilio y la otra silenciada por el régimen falangista, requería ser vindicada, reconocida. El ala europeizante del gobierno de Adolfo Suárez y de cierta oposición  apostaba a un criterio pluralista, para que los muros académicos se abrieran nuevamente a  los insignes ausentes  de las letras y las ciencias, desperdigados en la geografía del silencio impuesto por el autoritarismo vil del franquismo. Los grandes títulos de la literatura y las ciencias fueron demandados por esas generaciones de españoles, y aparecieron en librerías y bibliotecas, y sus autores, aquellos que sobrevivieron a la tiranía, concurrían palpitantes a conversatorios, foros, diálogos en toda  la  latitud de la península. Recuerdo en esos tiempos luminosos la presencia de Rafael Alberti, Jorge Semprún, José Saramago, sin embargo, en 1978 no fue posible la presencia de Juan Goytisolo, a la sazón profesor en  importantes centros universitarios estadounidenses.

La separación física de Goytisolo nos motivó a muchos a profundizar en su vida y en su producción literaria: la narrativa, el ensayo, el reportaje, la crónica de viajes, se hicieron parte de nuestro quehacer lector, hasta hoy que he leído sus memorias recientemente publicadas. La dimensión del humano rebelde y contestatario frente a la injusticia que rezuman sus páginas son evidentes caminos a seguir por jóvenes y viejos. El niño que a los 7 años vio morir a su madre a causa de un bombardeo de la aviación sediciosa a Barcelona en 1938, que marcó su derrotero existencial y literario revolucionario, no ha cambiado un ápice en su motivada crítica al modelo capitalista y a determinados valores de la civilización occidental, y por ello, desde el óbito de su esposa, acaecido en 1996, reside en Marruecos. La belleza de su prosa se compadece con la luminiscencia del alma de España, con la pujanza de su pueblo ahora en lucha contra un sistema de conceptos y sin principios, constructor de estructuras sociales y políticas para impedir que la justicia llegue a todos.

Lustros atrás lo conocí en una conferencia ante un claustro universitario latinoamericano. Después del viaje a Cuba había escrito un libro titulado Pueblo en marcha, que  pinta paisajes terrenales y humanos con singular gracia y afecto. Empero, las páginas duras de sustantividad en las que sus novelas y ensayos reexaminan hechos terribles y lozanos al amparo de evocaciones siempre intensas, de decantada añoranza, en la niebla impasible y siempre inescrutable del  tiempo, son y serán inolvidables. El 23 de abril recibió el premio Cervantes. Justicia, honor y gloria para él. (O)

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