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El Telégrafo

¿Funciona la prohibición de portar armas?

20 de diciembre de 2012

¡Me gustan las armas! Lo reconozco y porté legalmente armas por algún tiempo hasta que me di cuenta de que, si era para protección personal, estaba en desventaja, pues los malhechores tenían superior armamento del que yo poseía. Es por eso que cuando la tácita prohibición para portar armas se puso en vigencia en el país, no tuve ningún inconveniente en acatarla, así como muchos ciudadanos decentes. Sin embargo, los maleantes y asaltantes siguen armados y las muertes por “sicariato” mediante armas de fuego  están en su mejor momento.

Las armas no son el problema y no matan inocentes. La gente que está determinada a herir y matar a otra persona es la asesina y esto es más viejo que la Biblia, pues Caín mató a su hermano menor  Abel y no precisamente con una pistola. ¿Será la solución traer nuevamente la educación religiosa dentro de nuestro sistema laico?  Creo que sabemos la respuesta. Simplemente no. La reciente masacre  de veinte niños y siete adultos en un pequeño pueblo con 95% blancos de clase media alta, llamado Newtown  del Estado de Connecticut  en los Estados Unidos de Norteamérica, prueba que  precisamente en las sociedades más conservadoras y religiosas un joven demente puede utilizar armas de combate y asesinar.

En aquel país donde hay 50 millones de armas con propiedad legal, es ilegal para un convicto o con antecedentes penales comprar y portar un arma, y aún así  ya van 62 asesinatos en masa desde 1982  y más de una docena solamente en 2012. En Ecuador es más estricto, pues todos estamos prohibidos de portar armas, excepto militares, policías y seguridad. Aquí se permite su tenencia legal, que es un eufemismo para evitar que la gente ande armada. De cualquier manera, quien tenga el maligno impulso de matar o usar un arma ilegalmente, lo hará.

Sentimos mucha simpatía y emoción por los deudos de estas masacres y clamamos por seguridad en nuestras ciudades, sin embargo no reconocemos que somos parte de un tremendo y poderoso sistema de tráfico de drogas y armas que provoca los espantosos asesinatos masivos en la frontera de México con Estados Unidos y miramos impávidos el genocidio de Ruanda en 1994, en el cual durante cien días 800.000 personas fueron brutalmente asesinadas. Lloramos nuestros muertos a balazos que son abandonados diariamente en la vía Perimetral de Guayaquil, pero ni nos percatamos de los crímenes en masa y la hambruna en Darfur, Zimbabwe y el Congo.

¿Por qué nos impactan más aquellos hechos que indudablemente son execrables, pero que, siendo urbanos, tienen  gran cobertura mediática y no aquellas tragedias que son en realidad más atroces y que involucran a muchas más víctimas? Es un tema complicado que ha sido debatido por filósofos, teólogos, escritores y sociólogos desde tiempos inmemoriales. Esta errónea percepción hace que busquemos soluciones simplistas a estos asesinatos. Y prohibir portar armas a los ciudadanos no funciona. No es un problema de seguridad. Es un problema de cultura global. Pero claro, somos apáticos a las grandes tragedias, sobre todo por falta de información; algo tiene que ver el racismo y la realidad es que mirar el dolor al otro lado del mundo no es igual al dolor que vemos en nuestros vecinos.

Finalmente un gran factor que nos lleva a buscar  las soluciones de cajón es la percepción del tamaño de la desgracia. José Stalin afirmaba que “una muerte es una tragedia, pero un millón de muertes es una estadística”. Curiosamente la Madre Teresa de Calcuta coincide con este sentimiento cuando dijo que “si miramos a la masa sufriendo, nunca actuamos, pero si miramos a un solo sufriente, actuamos  de inmediato”. Todavía nos falta mucho que aprender del ser humano.

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