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El Telégrafo

Filosofía de la bicicleta

04 de mayo de 2013

Recuerdo que solíamos esperar a mi padre llegar del trabajo en su bicicleta, incluso en las tardes en que se apagaban las luces y quedábamos absortos por la dínamo, ese aparato que -unido a la rueda- era un motor para encender la mínima lámpara. Uno de los juegos preferidos era colocar la bicicleta llantas arriba y mover los pedales, en medio de la noche.

Una Navidad, la bicicleta roja más hermosa del mundo estaba instalada en la sala. Solo había un problema: era de mi hermano, aunque siempre me la prestaba. La verdadera pasión por la bicicleta -como sentido filosófico de vida- me llegó después de realizar varios artículos, donde incluía algunos recorridos en dos ruedas montañeras. Mi viaje preferido era por los rieles del tren de Ibarra a San Antonio: después del esfuerzo había la recompensa de sentir el viento en la cara, por esos caminos polvorientos de la campiña imbabureña.

Tengo -desde esas épocas- un profundo respeto por quienes van en bicicleta. Un memorable personaje era el poeta Carlos Suárez Veintimilla, quien incluso escribió un texto que habla de la bicicleta: “Tú en tu celeste bicicleta / -la de los alegres días en que a Jesús llevabas, / montado en la barra, por las calles frías de la madrugada- / y yo en mi vieja bicicleta perdida”. Y es verdad, porque Carlitos olvidaba muchas veces su bicicleta, aunque había manos anónimas que la dejaban nuevamente en Fátima, el colegio donde este cura-poeta era su rector.

El otro amante de las bicicletas es mi amigo del colegio Diego Acosta. Él ha recorrido parte del Ecuador en esta máquina que funciona también con el corazón. Es que cuando se va en bicicleta el mundo es distinto, y no solo por la lentitud, de la que habla Milán Kundera, sino porque se viaja hasta los mundos interiores. Nada mejor que contemplar un paisaje, después de tanto esfuerzo.

Ir en bicicleta, además, es una manera de decir que en un mundo de vértigo -donde los pomposos autos desprecian al peatón- también es posible una urbe con otro ritmo. La posibilidad de respirar el aire y quedarse absorto contemplando las nubes que pasan. Y, como en todo, hay una filosofía de las cosas sencillas, como dicen los taoístas.

Esto a propósito de la pelea cotidiana entre los ciclistas y quienes los irrespetan. En las ciudades de vértigo, donde las vitrinas de oropel se confunden en los centros comerciales, el sentido de ir en bicicleta podría parecer un anacronismo histórico.

Pero nuestras amplias avenidas precisan también de un espacio para las bicicletas.

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