Si sales en coche de Guayaquil en dirección norte, el trayecto por carretera te descubre una nueva realidad. Los suburbios y el asfalto de las calles son sustituidos por tierra, vegetación y cabañas de madera, casas sin terminar con los muros desnudos, sin ventanas, como si sólo hubiera dinero para la fachada, impoluta, reluciente de cal. Sin sospecharlo, te has embarcado en un viaje en el tiempo para redescubrir el mundo.
La naturaleza parece querer recobrar el terreno perdido en las poblaciones Pedro Carbo, Jipijapa, La Pila, Montecristi, y los núcleos urbanos transmiten un sensación de fugacidad, como si la civilización fuera una etapa pasajera.
Hay tierra y polvo en las calles y, sin embargo, la gente viste muy bien, elegante y pulcra, peinada cuidadosamente, por lo que uno sospecha que, tras esas fachadas, hay también una vida secreta con televisores de pantalla de plasma y electrodomésticos, de recursos destinados principalmente al bienestar doméstico.
Los hombres y las mujeres tienen un rara dignidad, y veo generaciones que se superponen en estos mismos lugares a lo largo de los siglos: cambian el aspecto y la ropa, pero no la actitud. Porque el carácter es un bien interior, la determinación con la que la gente camina hacia un futuro mejor.