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El Telégrafo

Ética y migración

28 de septiembre de 2012

Los puentes de la migración, históricamente, han sido tendidos desde que el “homo sapiens “en número incontable empezó a caminar sobre la Tierra, esa atávica marcha continua hasta nuestros días. El comportamiento de los migrantes es una peculiar combinación  entre su necesidad sentida  de buscar otros entornos y el enfrentamiento con los muros ajenos del orbe. Viviendo querencias y hostilidades del mismo proceso de encuentros que implican relaciones, más que de personas, de culturas dispares, y en las superposiciones de tiempo y espacio, el hecho migratorio es una especie de polo profético de lo que debería ser la solidaridad entre las personas.

Un importante documento programático del Vaticano, en el papado de Juan Pablo II cuyo nombre “Preparando el tercer milenio que llega” (Tertio Milenio Advenimiento) solventaba la exigencia a los católicos de realizar un riguroso examen de conciencia sobre los errores cometidos en la búsqueda de la unidad de las iglesias y, además, el vislumbre de una verdadera renovación social y eclesial, es un eje humanístico importante para el análisis de la inmigración.

Dicha reflexión moral, cuyas pautas posibilitan la arquitectura de un compromiso ético de los cristianos con quienes están inmersos en una actividad de sustantividad distinta; la de la movilidad humana; de aquellos que por diferentes motivos: depauperación social, persecución política, expectativas de trabajo y estudio o búsqueda de una existencia diferente, dejan sus patrias y sus vidas anteriores en forma temporal o definitiva, para trasladarse a distintos  lugares terrenales no siempre acogedores y en ocasiones asaz inclementes, y a otros anclados en un clima de desconfianza y hostilidad hacia el extranjero, frecuentemente motivada por poderes fácticos, de grupos que proclaman el racismo y fanatismos imperiales e inclusive por algunos medios de difusión que incentivan a autoridades nacionales e internacionales y a los políticos pusilánimes a recurrir a medidas de violencia institucional, como son el cierre de fronteras, las expulsiones sin fórmula de juicio, deportaciones, apresamientos infamantes, torturas y violaciones de todo tipo.

En el Ecuador, durante el gobierno de Rafael Correa Delgado, se han generado políticas consecuentes en materia de derechos humanos y de aplicación de las garantías constitucionales cuya evidencia es irrefutable, entre otras, la implementación de medidas de ayuda sustanciales a nuestros migrantes y sus familias, y junto a ellas códigos de conducta de acogida que, sugeridas a la población, conducen a la formación de una “conciencia migratoria”, no solo para  nuestros hermanos inmigrantes ubicados en varios países del mundo, también para quienes encontraron en nuestro territorio la posibilidad de cultivar la fraternidad y la seguridad fuera de la intolerancia e injusticia que  causan las guerras intestinas. Los preceptos éticos universales comprometen la construcción de la “aldea global” más justa y solidaria, donde los migrantes se encuentren en un justo puesto  en la nación que los recibe, y sean tratados como colaboradores de ciudadanía y no como sujetos clandestinos y excluidos.  

Jesucristo, el gran migrante que recorrió los eriales y desiertos de Galilea, experimentó parecidas soledades y miserias, como las que aquejan a los actuales y futuros inmigrantes que, obligados por la crisis provocada por la bancocracia en los conglomerados desarrollados y opulentos, buscarán reclinar su cabeza en el medio del camino en cualquier lugar del planeta.

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