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El Telégrafo

Esta y aquella Harnecker

28 de septiembre de 2012

Marta Harnecker. Muchos aprendimos marxismo a través de su manual, allá en los años setenta. Simplificaba los conceptos, en la medida en que a la vez los hacía accesibles. Poca huella había en ella de su maestro Althusser, tan apegado al teoricismo. Ella se impuso el compromiso en primer lugar, la divulgación de la teoría para militantes del cambio social. Y muy bien funcionó en ese registro, aquel libro tiene hoy casi setenta ediciones.

Hace poco se la entrevistó en El Telégrafo. Cabe agradecer su coherencia en el transcurrir del tiempo: mientras muchos de su generación prefirieron sostener que la rebeldía era cuestión solo de su juventud, ella perduró en sus convicciones. No se dejó ganar por el neoliberalismo, no fingió que pasarse a la derecha fuera un giro democrático, no hizo trizas sus posiciones ideológicas.

Cabe discutirla en sus posturas actuales. Aún estudia a Lenin, nos dice. Mientras, muchos pensamos que el marxismo es aún una teoría vigente sobre lo social (quizá no suficiente por sí sola, aunque siempre necesaria); pero no creemos lo mismo del leninismo. El marxismo-leninismo es una invención de la peor época de la URSS; y transfirió a estrechas vanguardias esclarecidas aquella fe en la emancipación del proletariado sostenida por el teórico alemán.

Podemos compartir su entusiasmo por la Venezuela de Chávez, expuesta a próxima prueba en elecciones. La derecha venezolana juega al cáncer de Chávez, para presentar al presidente como cansado, impotente, etc. Recuerda al “Viva el Cáncer” suscripto contra Eva Perón, o a la brutalidad inaudita de los actuales caceroleros argentinos gritando “Volvé Néstor (Kirchner) y llevátela a Cristina”. Como casi todos saben, Néstor Kirchner hace tiempo ha muerto.

El presidente Chávez es quien ha logrado excelentes índices sociales para su país (desocupación, pobreza, indigencia, etc.); tanto, que su adversario Capriles pretende propagandizar una curiosa especie de “chavismo sin Chávez”. Dice que sostendrá los logros de Chávez, sin sus pretendidos defectos.

Lo que muchos no advierten es que los supuestos o reales defectos son intrínsecamente necesarios a los logros. No hay logros sin conducción centralizada, sin poder político fuerte. Con un parlamento dividido y una oposición que no hubiera sido confrontada, no habría fuerza política para imponer al gran capital  concesiones importantes hacia los sectores sociales populares.

En eso yerra Harnecker; si bien muchos latinoamericanos compartimos con ella el apoyo a gobiernos como el de Chávez y otros de la región, no compartimos su rechazo hacia lo que ella llama “populismo”. Como ha mostrado Laclau, en el populismo no hay demagogia. Hay, en cambio, la posibilidad de liderazgos personales donde se sintetice para los sectores populares el cúmulo de sus reivindicaciones, a partir de llenar con el nombre del líder el lugar de un significante vacío.

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