A primera vista, hablar de “democracia” en Chile pareciera un chiste de mal gusto. Existe la percepción de que vivimos en un país escasamente democrático, aunque las autoridades, la clase política y los medios de comunicación nos intenten convencer día a día de lo contrario. Es verdad, ya no existe una policía secreta como la DINA-CNI que persiga a quienes piensan distinto para torturarlos y asesinarlos. Es verdad, los chilenos podemos, por lo menos, elegir al Presidente de la República cada cuatro años y a los representantes del poder legislativo. Pero como todas las verdades en nuestro país, se trata de verdades a medias.
Pensar la democracia en Chile exige considerar dos aspectos fundamentales que explican, para decirlo eufemísticamente, la “democracia de baja intensidad” en que estamos sumidos desde hace décadas. La primera y más evidente se relaciona con nuestra historia reciente. La actual institucionalidad y el orden jurídico del Chile presente encuentra como fundamento una carta constitucional sancionada por una Junta Militar en los años ochenta del siglo pasado. Si bien la Carta Magna ha sido objeto de reformas cosméticas a lo largo de veinte años, lo cierto es que en la letra y en el espíritu sigue siendo una constitución de “seguridad nacional”. En palabras muy simples: En términos políticos, Chile no ha abandonado el espacio judicativo impuesto por el pinochetismo.
La Constitución que rige al país en la actualidad prolonga el diseño dictatorial, tanto en lo económico como en lo político. La democracia chilena ha sido vaciada de todo contenido que ponga en riesgo el modelo social y económico concebido por las élites al amparo de los militares golpistas de 1973. De algún modo, la democracia chilena hoy es la prolongación de la dictadura por otros medios. Tanto es así que muchos personeros de la derecha política, hoy en el poder, participaron del aquel maridaje espurio entre el dinero y el terror que se escenificó entre paganas antorchas en “Chacarillas”.
La democracia en Chile tiene un pasado y un presente profundamente antidemocrático. Pues, junto a las razones históricas que perviven obstinadas, el presente no podría ser muy distinto debido a razones económicas estructurales. Instituido un orden tecno económico neoliberal los resultados están a la vista: Cuatro familias de nuestro país (incluido el primer mandatario) tienen un ingreso anual equivalente al 80% de la población. Tal como indica la OCDE, Chile se ubica entre los países con peor distribución del ingreso y con los mayores índices de pobreza de esta organización.
Una Constitución antidemocrática y un modelo económico que concentra la riqueza no es, desde luego, el “milagro chileno” que se quiere vender al mundo. Hasta el presente, la “clase política” se ha mostrado inepta e impotente a la hora de canalizar el creciente malestar de los trabajadores y estudiantes. La llamada “clase política” ha sufrido un enclaustramiento que la disocia de los movimientos sociales, sumiéndola en una mal disfrazada atmósfera de corrupción y autocomplacencia: es la crisis de los partidos políticos, tan ayunos de ideas como de liderazgos.
Las protestas callejeras durante el año 2011 están mostrando el sentir profundo de un pueblo que anhela, precisamente, reformas democráticas. Al revisar los índices en educación, salud y previsión social, se advierte un endeudamiento y pauperización generalizados, mientras las grandes empresas multiplican sus ganancias. La gran mayoría de los chilenos está padeciendo bajos salarios y un malestar creciente, mientras el Estado sigue ausente, maniatado por el dogma impuesto por la ideología del neoliberalismo.
Se hace difícil hablar de democracia en un país donde ex agentes de seguridad de la dictadura posan de demócratas y ocupan cargos. Es difícil hablar de democracia en un país donde hay calles y navíos de la Armada que ostentan los nombres y fechas emblemáticas conmemorando el golpe de Estado. Es difícil hablar de democracia en un país donde se conjuga la impunidad, la represión policial y los buenos negocios. Es difícil hablar de democracia cuando millones de trabajadores deben enfrentar cada mes con un salario mínimo de poco más de trescientos dólares. Y no obstante, es necesario, acaso imprescindible como nunca antes, hablar, justamente, de democracia en nuestro país.
*Álvaro Cuadra es investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Posgrados. ELAP. ARENA PÚBLICA. Plataforma de Opinión. Universidad de Arte y Ciencias Sociales. Arcis.