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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

Encanto y suplicio literario

03 de febrero de 2015

El obsesivo encantamiento de la escritura permite escudriñar en la profundidad de la vida, sin que ello excluya sus recovecos. Es la revelación de los secretos y la develación de la memoria. Como anticipó Bécquer: “Mientras haya un misterio para el hombre/ habrá poesía”. Es una legítima manera de alivianar la pesadumbre, y, a la vez, de, aletargar el sosiego. El acto de la escritura -como manera artística- nos devuelve la dicha de días de luz, en medio de la turbulencia y la sombra.

Se escribe desde la insondable curiosidad de la vida; con sus aciertos y errores, con sus bondades y miserias, con sus quebrantos y esperanzas. Es la materia primigenia que el escritor(a) asume como suya en la proyección literaria. Tal como se advierte en el vuelo de palomas, en el brillo de los ojos enamorados, en las nubes que advierten la tormenta, en el grito del iniciado, en la balada a la medianoche, en el ímpetu del río, en las cenizas y el adiós. Es el conjuro que posibilita desgranar ficciones en el anchuroso camino de la creación, nada exento de triviales tentaciones y frondosos bosques que despistan el objetivo inicial.

¿Para qué se escribe? ¿Para quién se escribe? ¿Con qué objetivo se escribe? Son preguntas que revitalizan la exploración literaria, sin embargo, tales interrogantes no deben perturbar la esencia del oficio creativo: inmortalizar al hombre a través del texto, con sus miedos y nostalgias, con sus huellas y estigmas, con sus dioses y demonios; ya que, al fin y al cabo, el escritor(a) trasciende el tiempo más allá de lo profano, en una incomprendida circunstancia divina.

En el exquisito modo de exteriorizar las cosas, Gabriel Celaya, tras negar que la construcción poética se sirve de simples adornos, consideró que “crear poesía, a fin de cuentas, es fabricar un aparato verbal: componer de un modo líricamente coherente una serie de palabras para que recojan y transmitan eficazmente algo que el poeta piensa y siente, pero que no puede decir con el lenguaje común”.

A su vez en la narrativa, fluyen historias que profanan los días comunes, desde tramas y argumentos que tienen su raíz en la mente y en la experimentación del autor(a), sin que se desechen pautas autobiográficas, en donde afloran contradicciones y ambigüedades inherentes a la condición humana.

En confidente testimonio, Ernesto Sabato aseveró que “extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no solo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables”.

La intención del escritor(a) es que emerjan los códigos del quehacer literario, para lo cual es menester que no se seque la tinta, y, al contrario, las líneas vayan dando forma al suplicio expuesto en el papel en blanco, con la finalidad de salir del infierno, tal como lo advirtió Artaud.

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