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El Telégrafo

En tiempo de dictaduras

21 de mayo de 2013

Concluía el invierno de 1976. Yo había viajado a la Argentina junto con mi hijo de 8 años para asistir a un congreso latinoamericano de periodistas que se desarrolló en Mar del Plata. A nuestro regreso a Buenos Aires, un pequeño grupo de comunicadores de diferentes países de Sudamérica nos quedamos unos cuantos días más en la bella capital. Agotados por el largo recorrido diario que hacíamos, visitando las diversas ofertas turísticas de la ciudad, terminábamos en cada atardecer ingresando a alguna de las cálidas cafeterías o  sentados en un novedoso restaurante bonaerense.

Y fue en unos dos o tres de estos lugares en donde vimos entrar de improviso, vestidos con uniforme de campaña  y fuertemente armados, a grupos de elementos del ejército argentino, quienes se acercaban a las mesas y pedían los documentos. No sé qué pasó con nosotros. Pero lo cierto es que jamás se acercaron a nuestra mesa. Se debió tal vez a la presencia del niño o porque de alguna forma se enteraron de que éramos extranjeros. “¿Qué pasa?”, le preguntamos a nuestro colega argentino, “¿por qué se llevan a esas personas?”. “Los militares buscan a los comunistas”, respondió nuestro compañero. “Y quizás tienen dudas sobre los detenidos. Recuerden que tenemos una dictadura y que es peligroso vivir con ellos al mando”.

Con tanto trajín se había hecho difícil concretar un viaje a un centro de nieve en Argentina, para complacer de este modo el afán de mi hijo. “Mira que ya tengo 8 años y no conozco la nieve. Y yo quiero cogerla, verla de cerca, oírla”, me reclamaba. Como resultado, muy por la mañana del día siguiente nos encontrábamos en una agencia de viajes arreglando los detalles de nuestra visita a Chile y concretamente a Portillo.

El avión había aterrizado en Santiago y los pasajeros extranjeros hacíamos fila frente al mostrador de Migración. Llevaba a mi hijo delante mío y en eso se acercó a mí un grupo de elementos uniformados y muy bien armados. “¿Es usted la señora Nancy Bravo de Ramsey?”, me preguntaron y yo asentí más que sorprendida. “Síganos”, me ordenaron.  Cogí a mi hijo fuertemente del brazo y les obedecí.  Me hicieron entrar a un despacho en donde se encontraba mucha gente de uniforme  portando diversas armas. El que parecía el jefe de ellos se encontraba tras de un escritorio. Me invitó a sentarme frente a él y empezó el interrogatorio. “¿Usted es la señora Nancy Bravo de Ramsey?”, preguntó revisando mi pasaporte. “Sí”, le dije. “¿Es ecuatoriana y periodista?”, leyó de una carpeta que le acercó quien parecía ser su ayudante.

“Sí”, contesté. “¿Es directora de la revista Paratodos, suplemento dominical del diario El Universo de Guayaquil?”. Le contesté afirmando. “Veo que el niño es hijo suyo”, observó. “Lo es”, respondí, ya muy preocupada por lo que podría sucederle a mi hijo o a nosotros dos. “¿A qué ha venido a Chile?”. dijo muy severo. Y sin duda que la respuesta que le di lo impresionó por su sencillez. “Para que mi hijo conozca la nieve. Nosotros vamos a Portillo”. “Señora, a nosotros no nos gusta la forma en que usted trata en sus escritos al gobierno de Chile. Y debo advertirle algo. Y quiero que usted me escuche bien”, expresó en tono muy grave. “Usted no va a poder hacer aquí en Chile ningún trabajo relacionado con el periodismo. Ni tomar fotografías. Ni entrevistar a nadie. Si lo hace, lamentablemente la detendremos. Y lo haremos señora”, concluyó. Posteriormente, donde quiera que íbamos en Santiago o en Portillo, teníamos cerca a dos uniformados bien armados... Pero después de todo me quedó una enorme satisfacción. Mi hijo conoció la nieve de cerca. Y escuchó su crujir, me dijo. Y retozó un día entero en aquel manto blanco que él tanto quería tener cerca.

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