Eloy Alfaro Delgado, el más grandioso ecuatoriano de toda nuestra historia. Lo que más se ha expresado de él es que fue el “Viejo Luchador”. Un héroe que se pasó 50 años luchando, arriesgando su vida cada día, sin descansar nunca. Pudo morir 1.000 veces. La mayoría de los seres humanos se libra de morir pocas veces, antes de que esta llegue. Los cobardes no viven, andan 100 veces escondidos. Los valientes una sola vez mueren. Los rebeldes no mueren nunca. Por eso Eloy Alfaro vivió y sigue viviendo, más que su vida física de 69 años.
Se quisieron burlar de Eloy Alfaro, diciendo que era “el general de las derrotas”. La mayoría de las batallas la perdió, pero jamás fue vencido, porque su espíritu fue indomable. Fue y es como el ave fénix, que siempre se levanta desde las cenizas.
Eloy Alfaro fue mucho más que el “Viejo Luchador” que puso su vida al servicio de la libertad. Fue un rebelde y, como tal, no se sometió a las opresiones e imposiciones de las costumbres imperantes de la sociedad, que atentaban contra la conciencia y la dignidad. Eloy Alfaro nunca pudo ser sometido por la familia, el dinero, la comodidad, ni contempló desde lejos las desgracias del Ecuador, América Latina y el Caribe. Su espíritu indómito le hacía reiniciar la lucha.
Cuando no luchaba en medio de las batallas, lo hacía a través de su numerosa correspondencia, folletos y libros esclareciendo la verdad histórica o coordinando acciones revolucionarias. Cuánta diferencia con las almas acomodaticias, los cobardes, los rastreros, los plumíferos asalariados y los peores de ellos: los traidores, que renunciaron a los ideales que alguna vez tuvieron.
Los rebeldes no dejan de luchar nunca, no se jubilan, no mueren en una cama, no pueden ser indiferentes mientras exista la injusticia. A Eloy Alfaro, un rebelde de dimensión continental, no era suficiente asesinarlo cobardemente cuando se encontraba detenido, al acudir por última vez al llamado de su conciencia y de la patria. Querían desaparecerlo por completo, despedazarlo, arrastrarlo y finalmente incinerarlo, para que no quede rastros de él.
Igual que al “Che” Guevara, cuyos enemigos pretendieron desaparecerlo bajo una losa de cemento. Como recuerda Juan Gil-Albert: “No siempre se vence con las armas; son las plumas las que atestiguan que el espíritu está de pie, ya que no resulta tan fácil hacer caer sobre él la losa del olvido”. Muere definitivamente tan solo el que nadie recuerda, al no dejar obras trascendentales.