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El Telégrafo

El Yasuní y el Plan C

05 de septiembre de 2013

El país vive una lluviosa discusión que podría convertirse en real tormenta: el Yasuní, con la circunstancia de que ahora asoman varios taitas de la guagua, afortunada criatura de la que nadie se acordaba hace diez años, y menos hace treinta y más, cuando Texaco (ahora Chevron) y otros asaltantes del petróleo amazónico devastaban bosques milenarios, exterminaban pueblos no contactados, prostituían otros contactados, contaminaban ríos y lagunas, se burlaban del Fisco y disminuían la vital capa de ozono que protege al planeta, enviando al cielo millones de toneladas de humo desde los mecheros gigantes provenientes de cada pozo en explotación.

Pero desde el año 2007 el Yasuní empezó a ser noticia. Entonces, cuatro exministros del Ambiente (empezando por Jaime Galarza, que fue el ministro fundador de esa cartera) se reunieron en Quito, luego de diálogos a distancia, resolvieron proponer al presidente Rafael Correa Delgado dejar el petróleo del Yasuní bajo tierra, y redactaron la respectiva propuesta, encargándole al ministro de Energía y Recursos Naturales, Alberto Acosta, entregarle al Presidente el documento. Poco después Rafael Correa lanzó ante el Ecuador y el mundo su  idea, debidamente elaborada, compuesta de dos planes, el A y el B.

Según el Plan A,  el petróleo del Yasuní permanecería enterrado, a favor de la naturaleza y de la vida humana, lo que significaría un sacrificio económico nacional, pues los yacimientos allí encerrados contenían cerca de un mil millones de barriles. Una fortuna nunca vista en la caja del Estado ecuatoriano. Eso sí, el mundo debía compensar el sacrificio del Ecuador con una suma de dinero que, aunque no equivalente, le permitiera afrontar programas básicos del Buen Vivir, del Sumak Kausay que tanto se pregona. El Gobierno advirtió que, si no se lograba esa mínima compensación, el país aplicaría el Plan B, que consistía en la explotación de los campos denominados ITT: Ishpingo, Tambococha y Tiputini.

El mundo no respondió al generoso planteamiento ecuatoriano. Y no iba a responder, desde luego. A Estados Unidos y sus socios -Canadá y Europa, principalmente- les interesa sacar tanto petróleo como puedan dondequiera, pues sus presupuestos absorben ingentes cantidades para la guerra y el dominio mundial, y esto es petróleo. Allí están los signos fatídicos de esta realidad: Afganistán, Irak, Libia, Siria. El gran negocio de la destrucción y la muerte.

Frustrado el Plan A, el Presidente ha proclamado la necesidad de aplicar el Plan B, lamentablemente sin una previa consulta popular, que estaba en sus manos convocarla, con lo cual no se habría dado lugar a que esta decisión sea manipulada por los novísimos y falsos redentores de la naturaleza y los pueblos no contactados, cuando algunos de ellos depredan Galápagos y la Amazonía con sus enormes negocios turísticos. Tampoco se habría dado ocasión para que los políticos y politiqueros aplastados en las urnas durante las elecciones de febrero pasado levanten cabeza y vuelvan a las andadas, golpeando las puertas de los planteles y los cuarteles, mientras ocultan el Plan C, que es su arma secreta y que significa Chevron-CIA-Conspiración, víbora de tres cabezas que avanza reptando hábilmente bajo la sombra del Yasuní, envuelta en hojarasca mediática.

Sí, ciertamente el cantautor Jaime Guevara y los millares de ecuatorianos que, de una manera u otra, se oponen al Plan B en sus protestas contra el Gobierno, obran bajo una sincera convicción ecologista y en la creencia de  que es llegada la hora de la revolución socialista para salvar al Yasuní, mejor haciendo a un lado al Mandatario motejado de “extractivista”, “mercantilista” y “fascista”. Opiniones que deben ser respetadas por candorosas que sean.  Solo que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno, y en este caso, el infierno es el Plan C.

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